Los independentistas tienen que aprender una cosa: alterar el inestable sistema de estados europeos requiere algo más que un 48% de los votos. Pero el Estado español tendría que aprender aceleradamente un millón de cosas si quiere ser algo más que un miembro peculiar de ese sistema, sospechoso, tutelado, un socio al que se deja entrar por su fuerza, pero a quien todo el mundo desprecia como un troublemaker primitivo. Yo he defendido la mediación europea porque he creído que los europeos nos enseñarían -no sé si gratis- lo que es un Estado y un sistema de estados. A unos y a otros. No porque Europa diera la razón a los independentistas. Al contrario, puedo imaginar la cara que pondrían en las Cancillerías europeas ante las denuncias de Puigdemont acerca del carácter bárbaro del Estado español. Por sus cabezas puede que rondara este comentario: tú no te salvas Puigdemont, tú hablas francés e inglés pero eres tan bárbaro como ellos.

Finalmente el Molt Honorable no entiende el aspecto civilizatorio de los pactos, las constituciones, los juramentos y el derecho estatal. Hacia 1927, Walter Benjamin escribió un libro sobre el drama barroco alemán que intentaba precisar el carácter bárbaro de los poderes alemanes alrededor de 1648. Lo hizo dialogando con Carl Schmitt, que era uno de los inspiradores del libro. La tesis era que al desconocer el sentido de la soberanía, los poderes alemanes no gozaron de ese aspecto sagrado y casi divino que tuvo el estado en Francia. España, que agotó el sentido sacramental de la existencia en los rituales católicos de la vida cotidiana, tampoco conoció esa sacramentalidad del estado. El compromiso con el estado alcanzó para nosotros hasta donde llegó el arbitrio. Nada fue más reversible que su aceptación. Nuestro estado nunca fue algo seguro. Sólo proyectó un sentido de la reverencia religiosa sobre la persona de sus reyes Austrias, desbordados, impotentes, lejanos y pobres. Por eso lo estatal ha tenido para nosotros ese aspecto de violencia parapetada en la jurisdicción. Su último ejemplo es Lamela, una jueza que sabrá de leyes, pero no tiene idea del carácter republicano de la división de poderes y de velar por la salud pública.

Ya es muy tarde para dotarnos de ese sentido místico del estado. Así que lo único que cabe es dotarlo de sentido racional, pragmático, profano, como instituto de equilibrio de intereses colectivos. La obsesión por el consenso de la Transición es el contrapunto de la conciencia de que las posiciones se extreman cuando hay que defender intereses contrapuestos. La pulsión de consenso sustituye a la incapacidad de producir equilibrios en los conflictos. Eso se explica por el hecho de que nunca hemos tenido elites políticas sólidas. Todas han aspirado al poder para aumentar sus chances sociales de protagonismo, privilegio y prosperidad. Dada la pobreza del país, esa lucha ha sido rabiosa y ha roto todo sentido del estado como algo sagrado y como servicio público. Cuando se han estabilizado intereses desde el control del aparato estatal, dichos intereses han defendido a muerte su ocupación estatal. Esa es la razón de que España nunca se haya reformado. Al final, las posiciones eran demasiado vitales como para ceder en parte. El equilibrio así era inviable y todo se llevaba a posiciones numantinas.

Lo que tiene que aprender el Estado español es que no puede pretender dos cosas a la vez: mantener esta lógica numantina y construir estabilidad social y política. Nuestras crisis son terribles sacudidas sísmicas en una estructura férrea. Esa es la base del conflicto catalán. Por supuesto que en ambos casos se juega la construcción de una sociedad de clases. Aquí elites estatales especializadas en la Administración central se alían con elites económicas de grandes empresas que viven del Estado, imponiendo precios, controlando mercados, definiendo hábitos de consumo a un público cautivo, forzado o educado en ciertas preferencias de utilidades. Esto genera 35 grandes empresas sistémicas europeas. Sobre ese suelo se asientan dos millones y medio de funcionarios que participan humildemente del botín del Estado tanto como del accionariado de esas grandes compañías. Por debajo, un capitalismo de pequeña y mediana empresa es obligado a competir en condiciones muy desfavorables de productividad, pero integrado en un mercado europeo y español. Y todavía más por debajo, una clase trabajadora que tiene que ser explotada sin piedad justo porque las condiciones estructurales de sus empresas (controladas por los servicios de las grandes compañías) son muy poco productivas.

Con ello, la tentación de una construcción social tripartita resulta irresistible. Una educación universitaria para la alta dirección administrativa y económica, en instituciones privadas exclusivas y caras, capaces de garantizar la integración de una minoría en la gobernanza global; una Universidad pública para formar los dispositivos burocráticos medios, encomendada a unas clases medias que miran con ansiedad la proletarización de sus hijos; y una educación pública primaria y secundaria infra-financiada, que no detrae recursos del Estado (necesarios para lubricar con dinero público las empresas cercanas), destinada a producir trabajadores de servicios y oficios temporales precarios y sin valor añadido. Esta estructura es la que se defiende con actitudes numantinas. No es solo una ideología, es también una decisión racional. El estado tuvo mucho tiempo para pensar este esquema; en realidad, fue el tiempo de la dictadura de Franco. Y ese esquema es lo que la Transición no supo cambiar.

Por eso el Estado debe aprender ante todo una cosa: con ese esquema no se puede avanzar hacia el siglo XXI. No responde a los intereses de la población ni ofrece un horizonte a nuestra sociedad de mejora integral. Esa idea de Estado no pone las plusvalías nacionales al servicio de la promoción de la condición existencial de sus hombres y mujeres, y carece de toda idea republicana de solidaridad y de justicia. El equilibrio sobre el que está montado ese estado (servicios públicos para las Autonomías empobrecidas, y servicios al gran capitalismo para el Gobierno central) no puede sostenerse. Por mucho que algunas autonomías vengan de una miseria secular y vean en su situación empobrecida una tabla de náufrago, será cuestión de tiempo que esta comprensión de las cosas se impugne de forma general.

Lo más terrible del caso catalán reside en que puede retrasar este proceso político general y alejar las evidencias de que es insostenible. Lo que está en la base del problema catalán es que Cataluña se ve con fuerza para avanzar hacia un estado propio que rompa el esquema del estado español actual, cuya defensa parece innegociable para los intereses más poderosos. No es que una Cataluña independiente pudiera construir un paraíso al otro lado del Ebro; sería también la construcción de un estado de clase. Pero quizá haya razones para pensar que tendría un esquema más dualista: no estaría dominada por un gran capitalismo de estado, sino por una construcción en la que presionarían con fuerza los estamentos agrarios de la Cataluña profunda, las pequeñas burguesías locales de las capitales de comarca y de provincia, los estamentos letrados que formarían la administración del nuevo estado y un tejido industrial potente que mantendría como clases subalternas a los hijos de los emigrantes instalados en esa "Little Spain" que serían las barriadas de las grandes ciudades.

Lo que debe aprender el estado español es que, con la estructura que él defiende a machamartillo, no va a encontrar entusiasmo ni profunda fidelidad en amplias capas de la población. Su estructura tripartita es desesperante e injusta. Y debe saber lo peor: que con ese esquema tampoco dispondrá de elites políticas solventes, y sin ellas no puede pretender ser un Estado de prestigio, porque ha cifrado sus marcas de excelencia en su gran capitalismo. Eso no trabaja bien en las luchas políticas. Así pues, el estado español debe aprender que ha llevado un camino peligroso que en las crisis conduce a la indefensión, ya que carece de armas civilizadas para pensar un futuro progresivo capaz de producir lealtad política general. Y esa es la raíz del problema catalán.