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La Transición, con mayúscula

La palabra «transición· forma parte del vocabulario político español desde las primeras décadas del siglo XIX. Larra recurrió a ella para anunciar el paso inminente del absolutismo al parlamentarismo liberal. Como la sociedad española ha mostrado desde entonces cierto apego a cambiar de instituciones políticas, el vocablo ha aparecido con frecuencia por el escaño y por la columna. En la acepción consolidada actualmente en la ciencia política, alude al proceso político que tiene lugar en el periodo que se extiende entre un régimen autoritario y otro, que en la mayoría de los casos que se han dado en el último medio siglo ha sido de carácter democrático.

La transición española es el ejemplo perfecto. Aunque hubo movimientos previos, el cambio propiamente dicho empezó a ser efectivo a partir de la proclamación de Juan Carlos I, dos días después de la muerte de Franco. Y concluyó con la entrada en vigor de la Constitución, en diciembre de 1978. Se completó en tres fases, separadas por el nombramiento de Suárez como presidente del Gobierno, en julio de 1976, y las elecciones generales celebradas en junio del año siguiente. La dictadura anterior y la actual democracia delimitan el principio y el fin de la transición en España.

Las formas democráticas han ido estableciéndose por todo el mundo en sucesivas oleadas. La primera surge en el siglo XVIII de las revoluciones americana y francesa y en unas décadas alcanza a los países centrales de Europa. La siguiente es una consecuencia de la victoria de las democracias en la segunda guerra mundial. Y la tercera se formó en los países mediterráneos en la década de los setenta del siglo pasado y en cuestión de pocos años llegó al resto de continentes y a la Europa poscomunista. Esta es la ola que trajo la democracia a España definitivamente, después de varios intentos frustrados, lo que no quiere decir que ahora sea absolutamente irreversible. A diferencia de las democracias de las dos primeras oleadas, para cuyo asentamiento resultaron necesarias la revolución o la guerra, la sociedad española fue capaz de organizarse democráticamente en apenas tres años y, si no de manera enteramente pacífica, soportando una violencia mucho más reducida.

Cierto es que todas las circunstancias del momento fueron propicias: la legitimidad universal de la democracia tras la época siniestra de los totalitarismos, un entorno mundial y europeo muy favorable, la evolución económica y cultural de la sociedad española, la ausencia de Franco, la aspiración de los españoles al disfrute de las libertades sin sacrificar la convivencia, con el recuerdo de la guerra civil muy presente, y un largo etcétera. Los españoles parecían destinados a adoptar la democracia de una vez por todas y los líderes políticos, en su mayoría convencidos de lo mismo, sólo tenían que prestar atención al rumor de la calle y de los mentideros para comprender en qué consistía su histórica misión.

El empeño culminó en un gran éxito, al que todos habían contribuido en algo. A este respecto, la principal aportación de Santos Juliá en este libro consiste en un relato pormenorizado del sinfín de iniciativas planteadas por el exilio y la oposición del interior para superar la tragedia vivida y encontrar la fórmula que permitiera devolver a los españoles sus libertades de manera civilizada. Este esfuerzo infatigable, con sus aciertos y sus errores, nunca ha sido agradecido como se merecía. Al cabo, la sociedad española pudo sentir que había arreglado cuentas con la democracia y que estaba en camino de la reconciliación tras la guerra y una dictadura tan larga y divisoria. Todo eran motivos de celebración. Los españoles se referían con orgullo a su democracia y la transición que habían protagonizado despertaba admiración, hasta el punto que en muchos países se puso como modelo a seguir. El historiador Raymond Carr dijo de ella que era un festín para los politólogos. No tardó en verse elevada a la categoría de mito. La palabra, escrita ya con mayúscula, quedó reservada para nombrar el proceso democratizador español.

Pero enseguida hizo su aparición el desencanto. Y más tarde, en los años noventa, ocurrió en España una crisis a la que no prestamos la debida atención, que está muy entroncada con la actual, aunque no lo parezca. La tensión introducida en la arena política agrió la imagen complacida que la sociedad española se había hecho de sí misma. Los nacionalismos manifestaron su disconformidad con el reparto territorial del poder, Aznar creó confusión hablando de una segunda transición y no hubo reparo en utilizar la guerra, el franquismo e incluso el cambio democrático como armas arrojadizas en la contienda política.

Los estudios sobre la España del siglo XX no han dejado de avanzar. La bibliografía es ya inabarcable. La discusión científica continúa dando luz a la comprensión de nuestra azarosa historia. Sin embargo, de la esfera política procedieron y aún surgen intentos de manipular el pasado a conveniencia. Santos Juliá ofrece abundante prueba de ello, desmenuzando una a una las iniciativas parlamentarias relacionadas con la guerra y la dictadura. Y hay señales de que la sociedad española se ha contagiado en cierto modo de esa actitud. Por citar un hecho que lo demuestra, la opinión de los españoles sobre el funcionamiento de la democracia mejora cuando el partido al que votan está en el gobierno y es más crítica cuando su partido ejerce de oposición.

La democracia española actual no ha sido efímera, como la republicana. Ha durado y está siempre abierta a su propio cuestionamiento. Que sea una buena democracia es tarea exclusivamente nuestra. Si no hemos conseguido hacerla mejor, quizá se deba a las limitaciones derivadas de nuestra corta experiencia histórica con la democracia, o de factores como un liderazgo poco afortunado o un sistema educativo distraído. Casi el 70% de los españoles confiesa que conoce poco o nada la Constitución. Sólo un 15% declara que la ha leído entera. Pasados cuarenta años, atribuir la menor calidad de la democracia española a la transición es echar balones fuera y rehusar la responsabilidad que compartimos sobre ella políticos de cualquier signo y ciudadanos. El libro de Santos Juliá destila un poso de amargura.

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