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Alfons García03

Senyera ganó la transición

Debe de ser que me hago mayor, pero cada vez escucho con más devoción las batallas que cuentan los que están ya en retirada de la vida pública y me aburren más las promesas y proyectos políticos de futuro. Debe de ser falta de confianza en poder ver algo de todo eso hecho realidad. O debe de ser solidaridad geriátrica viendo las caras de los más jóvenes de la redacción cuando a uno le da por rememorar aventuras de aquel mundo antes de internet.

Me pasó esta semana escuchando a un viejo socialista en el congreso sobre el autogobierno que ha organizado la Conselleria de Transparencia ahora que se han cumplido 40 años de la idealizada manifestación del Nou d´Octubre de 1977, la de Llibertat, amnistia, Estatut d´Autonomia. Emili Soler contó un hecho olvidado que da cuenta de la fragilidad de los pilares de la estructura democrática actual. El protagonista es Senyera, un pueblo de unos mil habitantes de la Ribera que tras las elecciones municipales de 1979 se convirtió por los azares de la política en clave para que la izquierda empezara a gobernar instituciones de peso y, lo más importante, cargadas de presupuesto, elemento esencial para pasar del mundo de las ideas al de los hechos, como los principiantes de la democracia pudieron experimentar en sus carnes con el Consell preautonòmic, canino de recursos y competencias.

Sucedió que los resultados electorales otorgaron que la entonces poderosa Diputación de València pudiera ser gobernada por la izquierda, pero por una diferencia tan escasa que cuando la UCD decidió impugnar las votaciones en el pequeño municipio de Senyera aquello representaba que se podía perder la presidencia provincial si los comunistas se quedaban sin alguno de los dos concejales que habían sacado. La Junta Electoral decretó una nueva convocatoria en Senyera ante el recurso del centroderecha (solo había logrado un edil) y lo que vino fue un tiempo de «locura colectiva» (la expresión es de Soler). Unos meses de comedia neorrealista en los que la cúpula del PSOE se lanzó a hacer campaña por el PCE con el electo alcalde socialista mirando la operación de reojo por si iba a perder él sus cuatro concejales y de rebote le iban a birlar la vara de mando. Incluso Alfonso Guerra acudió al municipio en aquella berlanguiana campaña, que acabó con autobuses fletados para que los vecinos pudieran ir a votar, porque sucedió que la segunda votación coincidió con la vendimia y entonces (¿quién se acuerda?) muchísimos españoles se iban a otras zonas de España y Francia con su maleta de cartón no por turismo low-cost sino para llenar una bolsa que les ayudara a subsistir el resto del año.

En conclusión, nada se movió al final, los comunistas no perdieron concejales y el socialista Manuel Girona se convirtió en el primer presidente socialista de la diputación y algo empezó a cambiar. Quizá no tanto como los jóvenes soñaban entonces, pero bastante.

Visto con cierta distancia, es lógica la desilusión hacia aquellos años de transición porque aquel proceso empezó con dos derrotas para los idealistas de entonces: la de los símbolos (bandera, nombre del territorio y del idioma autóctono) y la de la entrada por la vía lenta en la senda del autogobierno, una decisión que cayó como un desprecio más. Vista la evolución posterior (se equipararon rápido las competencias transferidas), las demoliciones ventajistas de aquella transición de los que hoy quieren conquistar el cielo parecen una forma de matar al padre para empezar a demostrar que ya son mayores y actúan por sí solos, sin dependencias sentimentales ni vínculos generacionales. Posiblemente queden unos años para que una mirada serena sitúe en un lugar más justo aquel tiempo de la transición: ni tan ejemplar ni tan maquiavélico como una mera «transacción».

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