Cualquier demócrata habrá sentido un sabor agridulce como consecuencia de la puesta en práctica del artículo 155 de la Constitución. No nos cabe duda de que era necesario aplicarlo para restablecer el Estado de Derecho en Cataluña. Pero, no por ello deja de ser triste observar que los dirigentes de cerca de dos millones de personas, de ciudadanos españoles-catalanes, hayan llevado las cosas hasta el extremo en que el Gobierno, de acuerdo con los partidos Popular, Socialista y Ciudadanos, no haya tenido otra opción que solicitar al Senado la aplicación del citado artículo.

Para unos, entre los que nos encontramos, los independentistas han utilizado las instituciones catalanas para vulnerar grave y reiteradamente la Constitución y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Para otros, por el contrario, los líderes independentistas catalanes habrían cumplido mandatos democráticos de sus ciudadanos, y sería el Estado español el que se habría manifestado como un poder antidemocrático, y un largo etcétera de descalificaciones.

Los demócratas no podemos aceptar ninguna manifestación del pensamiento único, es decir, una única visión e interpretación de la realidad. No podemos aceptar que en las sociedades democráticas unos sean los poseedores de la verdad, mientras que otros estarían sumidos de manera permanente en el error; y mucho menos se puede coincidir con los que atribuyen la verdad a quienes tienen el poder y el error a los que están al margen del poder.

Creamos lo que creamos, los que piensan y opinan de modo diferente nos merecen todo el respeto. Pero, tras esa afirmación, cuando leemos o escuchamos a los independentistas tenemos la sensación que no es posible entenderse con ellos porque partimos de presupuestos diferentes. Valga como símil que uno de los equipos inscrito en una determinada liga de futbol no acepte las reglas previamente establecidas, y quisiera imponer al celebrarse un determinado encuentro al otro equipo sus propias y diferentes reglas a las aprobadas legal y previamente. Si las reglas de juego no son aceptadas por todos los jugadores el juego es imposible. Si no aceptamos las reglas establecidas previamente el dialogo es también imposible.

Las reglas rigen todas las facetas de nuestras vidas cotidianas, en el deporte, en el funcionamiento de los parlamentos, de las sociedades de capital, o de las comunidades de vecinos. Y en todos los casos existen árbitros o jueces para dilucidar los conflictos entre ciudadanos, diputados, socios, vecinos y un largo etcétera. Las reglas previamente acordadas son indispensables para la paz y la convivencia sociales. Y nadie puede exigir que para que las reglas se apliquen se esté conforme con las mismas. Lo que se puede exigir es que se hayan establecido por los procedimientos previamente establecidos, sin que ello suponga imponer un pensamiento único, una única visión de las cosas, pues algo así no haría sino empequeñecernos.

Si Europa existe como la conocemos en la actualidad es porque hemos conquistado la libertad ideológica; somos libres, dueños de nuestras propias ideas sin que nadie tenga derecho a imponernos las suyas. Pero: ¿quiere esto decir que cada uno podamos establecer las reglas de juego que más nos convengan? Si sostuviéramos que cada uno de nosotros, o que grupos de nosotros, pudiéramos establecer las reglas de convivencia que consideráramos convenientes, al margen de las existentes, vivir en sociedad se convertiría en un suplicio; en el caos, en la tiranía de los más fuertes. No sabríamos a qué atenernos.

Una de las conquistas de la democracia es que sabemos quiénes son competentes para establecer las normas, que los que las establecen son elegidos por la comunidad política por procedimientos democráticos, que las normas solo pueden entrar en vigor si se publican previamente, y que los tribunales independientes son los encargados de verificar si los que dictaron las normas eran los competentes, y si las normas eran conformes a la Constitución. Se trata de ordenamientos jurídicos democráticos integrados por derechos, libertades, organizaciones, procedimientos, competencias, técnicas que se han ido construyendo en los últimos siglos. Así la libertad ideológica, que a todos los ciudadanos nos sitúa al mismo nivel, no nos permite vulnerar las normas democráticas que no nos gusten pues, en el caso de que las vulneremos, sabemos que la sociedad a través de sus autoridades reaccionará sancionando nuestras conductas. Los jueces y tribunales en ningún caso nos sancionarán por nuestras ideas sino por nuestros comportamientos al margen del ordenamiento jurídico.

Estos sencillos postulados de las democracias, estas reglas del juego, no parecen ser compartidas por los independentistas. Probablemente no entendemos a los independentistas porque se han instalado en comportamientos y actos revolucionarios, contrarios a las reglas del juego democrático. En efecto, parecen respaldar a titulares de instituciones que vulneran de manera palmaria las reglas de la distribución de competencias entre instituciones y órganos que les otorgan la Constitución y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Pues, es evidente que los titulares de instituciones como el Govern o el Parlament se han atribuido competencias que no tienen. Es como si un policía municipal se dedicara a practicar inspecciones fiscales. Ningún ciudadano aceptaría que la policía municipal se atribuyera una competencia que no tiene. ¿Porqué, entonces, a cerca de dos millones de ciudadanos catalanes les parece correcto que el Govern y el Parlament se atribuyan competencias que no tienen? Un comportamiento de esta naturaleza no tiene justificación y exige una rectificación.

Aceptamos el independentismo como una opción vital. Aceptamos que una persona o grupos de personas, que viven en determinados territorios de Estados, quieran desvincularse de dicho Estado. Pero ese reconocimiento de la libertad de pensamiento no puede pretender imponerse al resto de la sociedad en que se vive. La libertad de unos no puede suponer la liquidación de la libertad de los demás. El ejercicio de la libertad de uno no puede suponer la supresión de la libertad de otro. Y el independentismo se sitúa en ese escenario. Porque la independencia de un territorio de un viejo Estado supone que los que quieren separarse arrastran a los demás a la separación, lesionando su libertad de permanecer en el estatus anterior. Por eso el derecho a decidir colectivo es una falacia, porque se traduce en que finalmente solo deciden unos y no otros. El derecho a decidir individual sí existe en el ámbito privado. Así, por ejemplo, si a un ciudadano no le gusta vivir en un determinado territorio es libre de irse a otro territorio, y con esa acción no compromete la libertad de los demás.

Por otra parte, el derecho a la autodeterminación de los pueblos ha sido acotado con acierto por el Derecho internacional y no debe aceptarse en los demás casos, como es el de Cataluña. En el caso europeo, además, la autodeterminación traería consigo el fin del proyecto de construcción europea y ninguna ventaja para los ciudadanos, por lo que la Constitución y el Derecho de la Unión reconocen el derecho de los Estados a preservar la integridad territorial.

Los que no aceptan las reglas de juego se sitúan al margen de la democracia. La historia de la Humanidad está plagada de actos revolucionarios que son origen de tragedias sociales de gran intensidad. Y las instituciones y los ciudadanos responsables no deben ni debemos ponernos de perfil ante esas amenazas. Sartori, un pensador europeo de primer orden, ya fallecido, se preguntaba si la democracia será capaz de sobrevivir a sí misma. Creemos que sí puede sobrevivir, pero para ello es necesario que todos nos empeñemos en el relato democrático de nuestra sociedad, soportando estoicamente todo tipo de improperios de los que abusan de la democracia. Y deberemos, a la vez, enarbolar las banderas de la conciliación, del retorno al respeto de los otros, y del respeto a la ley y a las resoluciones de los jueces.