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Confesiones románticas de un hombre mayor

Se reemplaza la seducción por la hipersexualización de los sentimientos, por los silencios administrativos, por la ambición de optar a algo mejor. La lonja de los afectos. Abierta las veinticuatro horas, trescientos sesenta y cinco días al año

El otro día, mientras enlazaba el último episodio de la segunda temporada de Stranger Things con el primero de Mindhunter, me vino a la cabeza la escritora, y bon vivant, Anne Cumming. Ella, que dejó que la vida la usase hasta que sus ojos, sus manos y sus labios confesasen haber vivido, se encargó de dejarnos un valioso legado: lo divertido llega cuando uno está solo. Supongo que esa es la excusa que argumenta esta columna. Estaba solo en casa, enganchado a las series de Netflix y HBO -mi única relación estable de momento- sin ningún deseo por esperar veinte minutos en una barra de bar para gritar lo que quiero beber y visitando las aplicaciones de ligoteo como quien hojea un catálogo publicitario de La Sirena. Y pensando, de repente, en una mujer mayor que justo cuando decidió dejar de practicar sexo empezó a conocer hombres jóvenes y tentadores.

El hábito del amor. Confesiones sexuales de una mujer mayor, es el primer volumen de las memorias de Cumming que, en lugar de seguir el orden cronológico de sus vivencias, optó por empezar a hablar de sí misma en el día de su cincuenta cumpleaños. Ese día, cuando anunció precipitadamente que no tenía interés en volverse a enamorar y que abandonaba el sexo, inició una década de desenfreno que la llevó a los burdeles del norte de África, a las orgías de París y llegó a liarse con un gángster tunecino. Ya se lo dijo su amigo William Burroughs: «El amor (o el sexo) es el hábito más difícil de abandonar».

En ese instante fui consciente de que estaba a punto de cumplir cuatro años de soltería. Pero lo que de verdad me impactó fue reconocer que hace el mismo tiempo que no sentía nada parecido al enamoramiento. Bueno, hubo una historia tan breve que nombrarla es darle una relevancia que no merece, aunque pusiese de manifiesto deseos y fragilidades de uno mismo que nunca es agradable reconocer. La atracción se ha convertido en un antojo más, en el protocolo del instinto exclusivamente sexual, efímero como un orgasmo. Y eso me llevó a preguntarme: si el enamoramiento es la consecuencia de un hábito, de una predisposición, al no practicarlo, ¿se debilita, se apaga?

En el siglo XX, Cumming conversaría sobre ello con Burroughs mientras pedían otra botella de vino en algún delicioso café. En el siglo XXI, colgamos esa reflexión en el muro del Facebook y esperamos las respuestas de nuestros amigos. «Tal vez lo que sucede es que esperamos que nos sorprendan cuando nosotros ya hemos decidido que no nos van a sorprender», escribió un amigo. «Hay que practicar más el amor propio», apuntó otro. «Cada día me da más pereza invertir tiempo en ello», «llevo más de diez años así y creo que mi capacidad de enamoramiento ha muerto para siempre», «uno va necesitando más la literatura que hay alrededor del polvo que el polvo en sí», «con los años nos volvemos más protectores de nuestras propias emociones y evitamos el posible daño de un desengaño», fueron algunas de las respuestas que recibí. O sea, estaba solo en casa pero no estaba solo pensando que el enamoramiento era una rutina mental que al no ejercerse, se debilita.

Presiento que la seducción ha olvidado que es un arte desde el instante en el que se deja de invertir tiempo y empeño en ella. Hay quien reemplaza la conversación, el acercamiento, el intercambio, por la hipertrofia, por la fotografía engañosa, por la hipersexualización de los sentimientos, por los silencios administrativos, por un azar que les acaba convirtiendo en seres azarosos, por un trato de las emociones ajenas como si fuesen prendas vintage, por una ambición de éxito sentimental que les lleva a rechazar la posibilidad con el único argumento de optar a algo mejor. La lonja de los afectos. Abierta las veinticuatro horas, trescientos sesenta y cinco días al año.

A lo mejor debería hacer como Cumming y redactar mis memorias sexuales ahora que he cumplido cincuenta. Tal vez entonces los hechos y los datos me lleven la contraria. Y escribir un artículo en el que manifieste públicamente que dudo mucho que vuelva a enamorarme y que la pereza por poner en marcha el mecanismo del encuentro sexual es más grande que el propio deseo sexual. Que anhelo tener la seguridad emocional bajo llave. Que observar a otras parejas me provoca melancolía y que por eso prefiero emparejarme con series y documentales que, a corto plazo, me hacen menos vulnerable. Que aislarse es una opción tan válida como seguir haciendo colas para entrar en una discoteca a los ochenta y dos años. Cumming no estaría nada orgullosa de mí. Pero todo el mundo sabe que hasta Disco Sally dejó de bailar.

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