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Menos independentismo, más república

La segunda temporada del procés se inicia con distintos movimientos estratégicos por parte de los partidos. Desde Bruselas, Puigdemont lanza una nueva lista conjunta que ya ha sido descartada por los dirigentes de Esquerra, que ven en el PDeCAT actual una rémora más que un activo. Es probable que así sea, pues queda muy poco del antiguo catalanismo moderado que constituía el sello principal de la marca convergente. El desplazamiento hacia posicionamientos más extremos se ha traducido en el traslado de un buen número de votos hacia el independentismo y la orfandad manifiesta de unos votantes de centro difíciles de cuantificar ahora mismo. El PSC ha interpretado este vacío como una oportunidad de recuperar parte de su antiguo peso. Cuenta con varios elementos a su favor: en primer lugar, una histórica estructura de partido en las comarcas catalanas, superior en su implantación al del resto de los partidos constitucionalistas. En segundo, la calculada ambigüedad de Iceta, que aspira a capitalizar los valores de la tercera vía, que no son otros que los de la reforma consensuada. Finalmente, la lista que ha elaborado el partido -con antiguos dirigentes de Unió y otros de la SCC- reivindica un retorno a la transversalidad del catalanismo moderado frente a la polarización de los extremos. El PP y Cs, por su parte, juegan un partido distinto, que es el de la gran movilización del votante menos identificado con el nacionalismo catalán y que, de nuevo por razones obvias, se siente harto del monocultivo independendista. Parece lógico que mejoren sus resultados electorales -más los de Arrimadas que los de Albiol- aunque difícilmente puedan optar a presidir el Govern: el peso territorializado de los votos, además, tampoco los beneficia. Queda por valorar el posicionamiento de la izquierda más radical, donde se están produciendo movimientos que indican -casi con toda seguridad- la probable orientación futura del procés en estos próximos años.

El choque con la realidad tiene consecuencias inmediatas, la primera constatar lo evidente: la independencia unilateral solo sería posible en el supuesto hipotético de la desintegración de un Estado incapaz de controlar su territorio y sus instituciones. No parece el caso, ni lo será en el contexto de una UE estable, próspera y fuerte. La otra vía hacia la independencia pasaría por un referéndum pactado que exigiría el acuerdo previo entre Madrid y Barcelona. Los movimientos que están llevando a cabo estos días ERC y los Comuns sugieren esta nueva dirección: menos independentismo -de entrada- y más republicanismo de carácter plurinacional, con el añadido del reconocimiento del derecho a decidir como mínimo común denominador entre los dos partidos de izquierdas. La estrategia tiene que ser forzosamente dual para que funcione y exige tomar el poder tanto en Madrid como en Barcelona. Y para ello, el eje del discurso no puede ser el independentismo, sino continuar desacreditando nuestro modelo democrático del 78.

Junqueras, un político mucho más astuto que Puigdemont, así parece haberlo entendido, al igual que Colau e Iglesias. De ahí que la ruptura del pacto municipal en Barcelona deba ser interpretado en esta clave: el giro a la izquierda del futuro gobierno catalán que anuncia, a su vez, una acuerdo de colaboración futura en Madrid entre las distintas fuerzas antisistema d arco parlamentario español. La tercera vía que sale del núcleo duro del procés no responde, por tanto, a la lógica de la moderación reformista, sino al cuestionamiento revolucionario de la realidad política española. Queda por ver cuál será la traducción en votos de la apuesta soberanista. Que ERC capitalice el voto nacionalista parece evidente. Que los Comunes logren vender con éxito su narrativa anticonstitucional resulta más dudoso, aunque no imposible. Cambian los discursos, pero la Constitución continúa siendo el enemigo a batir.

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