La semana pasada, Javier Marías publicaba un artículo titulado Gente normal. Hablaba de un amigo catalán que, tras muchos años de resistirse a hacerlo, viajaba a Madrid y se quedaba asombrado de encontrar allí «gente normal», gente que recibía a los forasteros, catalanes incluidos, con cordialidad y simpatía. El anticatalanismo español en realidad no existe, infería el novelista: es un invento de los nacionalistas catalanes.

Se ve que Marías no ha vivido nunca en València. Aquí, y a lo largo de los últimos cuarenta años, el anticatalanismo no sólo existe, como todos sabemos, sino que ha protagonizado conspicuamente la vida política del país. Fue, en los años ochenta, el eje ideológico de un partido, llamado Unión Valenciana, que, tras aliarse y entrar en un gobierno de coalición con el Partido Popular, acabó desapareciendo. Lo que no desapareció fue su ideología anticatalanista, que pasó íntegra al Partido Popular. La semana pasada, por poner un ejemplo, Pablo Casado, portavoz nacional de los populares, en una declaraciones recogidas por todos los medios de comunicación, pedía el apoyo de los valencianos porque, decía, su partido era el único baluarte con que podían contar para defenderse del «imperialismo pancatalanista».

En València, como en el resto de España, el anticatalanismo se ha exacerbado en las últimas semanas. En los balcones de la ciudad han aparecido banderas españolas. Frecuentemente cuelgan acompañadas por la senyera valenciana. La afirmación del patriotismo español frente al catalán se apoya, entre nosotros, en un tercer patriotismo, valenciano, que tiene una fuerte componente anticatalana. Es una peculiaridad de nuestra sociedad. A lo largo de todo el siglo XX ha habido en el país dos valencianismos contrapuestos, uno de signo españolista y otro de signo catalanista. Desde la instauración de la democracia estos dos sentimientos identitarios han cristalizado en partidos y formaciones políticas que se han hecho y siguen haciéndose la guerra encarnizadamente en todos los escenarios de la vida pública, desde el gobierno de la comunidad hasta la más recóndita asociación folklórica. En algunos momentos, y el presente parece ser uno de ellos, el conflicto se ha convertido en el eje polémico principal de la vida política valenciana. Tanto, que muchos llegan a confundirlo con el eje derecha-izquierda. (El valencianismo catalanista sería de izquierdas y el españolista de derechas).

Conflicto de patriotismos. Catalanes contra españoles o valencianos contra valencianos. En ambos casos, entre los dos pares de polos enfrentados hay simetrías y asimetrías. La asimetría principal deriva del hecho de que el patriotismo español se apoya en un Estado soberano plurisecular. Identificarse con una colectividad nacional que ha existido durante mucho tiempo es jugar con ventaja en el terreno de los sentimientos colectivos, porque relega al polo opuesto a representar el papel "malo" de secesionista. Son culpables porque son "los que se quieren ir", rompiendo vínculos profundamente arraigados en la mitología colectiva. No es de extrañar que muchas manifestaciones populares de anticatalanismo español se revistan de un sentimiento de despecho parecido al de los tangos clásicos: la rabia del amante desdeñado por su amada. La maté porque era mía.

Pero las simetrías son también importantes. Los sentimientos patrióticos se alimentan siempre de relatos míticos que tiñen, deforman y substituyen la verdad histórica. Es cierto que no todos los patriotismos son iguales en esto: los mitos del valencianismo españolista, por ejemplo, son de una tosquedad intelectual que raya en lo grotesco. Pero en todos los casos, la lógica interna de la construcción mítica nacional lleva inexorablemente al empobrecimiento cultural. Como escribía recientemente Ignacio Martínez de Pisón, refiriéndose al caso catalán, «todo proyecto de construcción nacional acaba sucumbiendo a la tentación del dirigismo cultural: qué es lo que (...) contribuye a ´hacer país´ y lo que no (...) cuáles son ´nuestros´ creadores y cuáles no, etcétera». El empobrecimiento que ha sufrido la vida cultural catalana en el último cuarto de siglo por culpa de esta lógica devastadora es tan triste como innegable.

Sin embargo, la simetría principal entre todas esas formas de patriotismo estriba en el odio. Lo constataba recientemente el periodista hispano-británico, residente en Cataluña, John Carlin: «Lo que en el fondo motiva al independentismo catalán y lo que en el fondo motiva la línea dura del Gobierno de Rajoy es el odio al otro». Un odio sentido, casi siempre, en pasiva, como reflejado. Hasta el punto de que no se sabe si se odia porque se es odiado o se odia para ser odiado. «¿Por qué nos odian tanto los españoles?», se preguntaba, hace poco, una destacada representante de la danza catalana. A continuación anunciaba que iba a dedicarse a luchar sin cuartel por la independencia de Cataluña.

El odio al otro es, en efecto, el mecanismo central de todos los patriotismos. El patriotismo clásico francés, el de La marsellesa, nació del odio popular contra Prusia y Austria, enemigas de la revolución. El patriotismo clásico alemán, el de Bismarck, nació del odio popular contra la soberbia nacional de los franceses. Hoy, gracias a la construcción de Europa, esos patriotismos decimonónicos se han diluido, pero en Alemania, en Francia, en Holanda, en Austria, en Hungría.... están apareciendo patriotismos nuevos, específicos de nuestro tiempo. Patriotismos que construyen al otro con rasgos exóticos, bajo la imagen del inmigrado procedente de tierras y culturas lejanas. Se les suele calificar de xenófobos. Y, hablando de España se suele destacar, como un valor positivo, su alto grado de aceptación de los extranjeros, su ausencia de xenofobia. La verdad es que no nos hace falta. A la hora de encontrar a otro al que odiar patrióticamente, españoles y catalanes prefieren quedarse en el vecindario. Y los valencianos ni siquiera salimos de casa.