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Segundas oportunidades

Apuesto a que la ley de Murphy explica por qué cuando por fin has logrado -con sangre, sudor y lágrimas- acoplar sin rasgarlo el envase de legos dentro del altillo, justo en el espacio exiguo que dejan libre los petates de mantas, las maletas y el contenedor de viejas películas de DVD, y acabas de desarmar la escalera de mano para devolverla a su sitio, tropiezas por el pasillo con un minúsculo bloque de plástico amarillo troquelado que debería haber ido dentro de esa caja. Es la misma regla de tres que te destina a convivir durante todo el verano con el jersey de lana merino que apareció traspapelado en el fondo del cajón cuando ya habías envasado al vacío toda la ropa de abrigo. El trasteo siempre se reserva este tipo de sorpresas; por eso el mundo está lleno de piezas sueltas condenadas a pulular porque no estaban en el lugar convenido, en el momento adecuado.

En España, dos de cada diez jóvenes no continúan sus estudios tras el período de escolarización obligatoria. Son los dígitos del fracaso educativo, muchas veces amparado por un rosario de suspensos, absentismo y situaciones de conflicto ya desde la etapa de Primaria. Tomás se define en aquella época como «un liante»; «me robaban los lápices y los bolis y yo me cabreaba y pegaba a la gente», explica. Marcial verbaliza que él era «un cazurro» y «el tontito de la clase», un alma ingenua que aprendió a devolver los golpes a base de recibirlos a espaldas de los maestros; «me esperaban fuera... me tiraban la mochila en el contenedor de la basura», relata, refiriéndose a otros niños de su entorno escolar. Me imagino pocas cosas más frustrantes que percibir la tarea del aprendizaje como una humillación. Algunos son los Zipi y Zape del siglo XXI, chavales que acabaron sucumbiendo a la profecía de que nunca serían nada en la vida, como un «ya-te-lo-dije» oscilando eternamente sobre sus coronillas. Otros se han concedido una tregua, para aprender a sentirse alguien, a quererse y a aplacar con ello la rabia que supuraba su tremendo desencanto.

Detrás del abandono temprano de las aulas no siempre hay una biografía de desarraigo social o de falta de respaldo familiar -aunque la fragilidad abunda en la mayoría de esos contextos- pero todos sus protagonistas acaban por sentirse un estorbo para el sistema; notan que no encajan y, poco a poco, su aparente incapacidad absoluta para el estudio les conduce irremisiblemente a claudicar. En una sociedad que pontifica sobre la primacía de las inteligencias múltiples, resulta que no existe casilla de salida para ellos. «No iba a clase, no estudiaba, y al final me dijeron que ya tenía dieciséis años y que no importaba que fuera, así que ni acabé el curso», cuenta Rosa. Su madre ni siquiera lo sabía, puesto que ella no le entregaba los avisos del centro y falsificaba su firma.

La UIB ha dado a conocer el resultado de una investigación que se centra en los denominados «programas de segunda oportunidad». Son iniciativas educativas personalizadas para lograr que estos jóvenes, hoy adultos, recuperen las ganas de aprender y una de las claves de su éxito es la flexibilidad, porque personalizan el modo de aprender un oficio y eso permite a los formadores adentrarse, al mismo tiempo, en esa maraña emocional que lleva asociado el sentimiento de fracaso y, con frecuencia, una actitud conflictiva y, finalmente, la exclusión social. Solo por eso, la ocasión lo merece.

Con la edad y las experiencias, los hay que han empezado a hacer caso omiso a esos pajaritos que a casi todos alguna vez nos han revoloteado por la mente a los dieciséis; «entonces no tenía nada en la cabeza y me daba igual todo, pero ya cuando vas madurando te das cuenta de las cosas», confiesa Marcial. Hay segundas tentativas que son un veneno, porque tratamos de erigirlas sobre las cenizas de algo que ya solo puede ser mejor como un recuerdo; no todo el pasado puede reeditarse, aunque, como ya sabemos, tampoco es posible cambiarlo. Sin embargo, a veces cuando pensamos que ya tuvimos nuestra ocasión se presentan oportunidades que de repente nos parecen la primera y la única. Entonces quizás puede que alguien se pregunte por qué otros se empeñaron antes en encajarnos en un espacio sin asegurarse antes de que cabíamos en él, cuando puede que simplemente ése no fuera ni el momento ni, por desgracia, el lugar.

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