En realidad, el hombre no cambia una esclavitud por otra; no es hoy esclavo de una cosa y mañana de otra, sino que boga encadenado siempre al mismo asiento y sometido al ritmo del mismo cómitre. Los blancos de sus obsesiones han sido y serán muchos. Conocemos de sobra los que persiguió en el pasado y también estamos al tanto de los que, solapándose con ellos, absorben ahora su atención. Miradlo en el restaurante, o en la oficina, o en la estación de ferrocarril, o conduciendo su coche: sus ojos no se apartan de un teléfono que ha excedido su función y se ha transformado en una ventana mágica desde la que se puede ver todo el mundo. Por eso algunos afirman que la humanidad será, en un futuro cercano, esclava de los autómatas; que obedecerá servilmente a unas máquinas antropomorfas.

Pero eso es confundir la esclavitud humana con su actual dependencia, en cosas prescindibles, de la tecnología; confundir con la categoría lo que sólo es anécdota. Porque al desperdiciar media jornada recibiendo y emitiendo banalidades, el hombre, más que del aparato electrónico, está siendo esclavo de su peculiar debilidad. No es cierto, en consecuencia, que dentro de dos o tres décadas la humanidad será esclava de la cibernética. Será esclava, como siempre, de su endeblez intrínseca; de su flojera crónica; de su tendencia secular al gregarismo. La pantallita será el dogal, pero la mano que lo sujetará será la suya propia, esa consuetudinaria propensión al decadentismo. Alucinado por lo que puede atisbar a través de su tronera portátil, el hombre será pronto -lo va siendo ya- una caricatura de sí mismo; se convertirá en galeote del atractivo informático, en futilista compulsivo, en afanoso divulgador de las insipideces de su vida, en pobre desgraciado cuya principal actividad consistirá en dejar constancia de que no tiene nada importante que decir.

El instrumento será nuevo, pero el estado será idéntico: pura sumisión psicológica. El día se le irá en revisar descomunales aluviones de correo virtual, en incordiar al prójimo ausente, dar sablazos dialogísticos, autorretratarse furiosamente y conspirar en línea. Y todo será, en el fondo, la infrahumanización del momento y la rendición de siempre. Una industria de tamaño inédito se desarrollará en torno a las masas aleladas, vendiéndoles inutilidades y robatiempos. Una política seminueva se instalará, con firmeza sin precedente, sobre las muchedumbres amodorradas, petardeándoles poderes y legitimidades. Llegará un punto en que las personas vendrán a ser pulgones dedicados a producir néctar para unas cuantas hormigas avispadas. El siglo XXI será el siglo de los atontados como el XVIII lo fue de los ilustrados, y veremos considerar importante lo que no lo es y viceversa; y llamar unas cosas con el nombre de otras, en esa prestidigitación perversa que las ideologías hacen con los eufemismos.