El pasado 9 de noviembre se celebró en Madrid un concierto homenaje a la cantante y compositora Cecilia. Se cumplían cuarenta y un años de su muerte y su familia quiso reunir a cuatro generaciones de artistas para que cantasen algunos de esos temas que ya forman parte de nuestra memoria colectiva. Ese concierto, que tuvo una vertiente benéfica al recaudar fondos para asociaciones que trabajan con el autismo, juntó sobre un mismo escenario a Miguel Ríos, Coque Malla, Ana Belén, Amaral, Vega, Joaquín Sabina, Silvia Pérez Cruz, Rozalén, Christina Rosenvinge, Funambulista, Alondra Bentley o El Consorcio, entre muchos otros. Para que se hagan una idea del arco.

Pero lo que llamó mi atención fue descubrir que en la selección de temas de Cecilia que los artistas elegían para cantar, ninguno se sentía cómodo interpretando Mi querida España. Así lo confesó, con cierto fastidio, el director artístico del concierto, el periodista musical Santiago Alcanda. Finalmente fue Diana Navarro quien afrontó el tema, que la propia Cecilia definía como "un bolero tropical", llenándolo de ecos nazaríes. Todo muy digno de análisis.

Esa canción, que sufrió el descabello de la censura en 1975, cuando le obligaron a cambiar la letra durante la grabación del álbum, se convirtió entonces en un ejercicio de valentía y dignidad, en un himno identitario y de lucha contra el fascismo. Es la misma canción que hoy puede resultar inconveniente. Curiosa evolución. No fue el afecto querido hacia España lo que molestó al moribundo régimen. Les jodía la critica a la situación sociopolítica de los últimos estertores del franquismo. La censura obligó a Cecilia a sustituir las estrofas "esta España viva, esta España muerta", y otros tantos antónimos, por "esta España viva, esta España nuestra", algo que ella, cuando estaba en el escenario, en directo, incumplía, cantándola como originalmente la compuso. Hoy, hay artistas que no se sienten cómodos interpretándola, personas que se la saltan cuando suena en el modo aleatorio de su smartphone, ideologías de izquierdas que no se atreverían a pincharla en sus actos públicos, gentes a las que les molesta corearla. Hoy, como hace cuarenta y dos años. Las razones, los argumentos, hasta los bandos serán distintos pero el hecho debería hacernos reflexionar.

Yo, que he escrito cientos de columnas hablando del rechazo que me provoca la exhibición de banderas, de lo insano que me parece el patriotismo -no confundir con el hecho identitario de ser español- de mis prejuicios hacia la palabra España, me he dado cuenta de que seguiremos habitando un país inestable mientras sigamos permitiendo que una parte de ese país se apodere de las señas de identidad colectivas para su uso y filiación. En mí, cargado de prejuicios, que no por ello dejan de ser consecuencia de una historia real, documentada, constatada y padecida, siempre lo he sentido como una batalla perdida, como una obligación que delegábamos en futuras generaciones. Error. Todos aquellos que creemos en la igualdad, en el respeto, en la dignidad, en los derechos de los trabajadores, que salimos a la calle contra la guerra, contra los desahucios, contra la corrupción generalizada, contra los abusos de poder y hasta contra la rocambolesca declaración de la DUI, deberíamos poder nombrar España, agitar la bandera, sin que ese gesto nos arrebatase nuestro compromiso con una ideología y la confianza en poder cambiar las cosas.

Es urgente que la izquierda recupere España en su discurso. Es cierto que, en los últimos meses, los acontecimientos han controlado el discurso, que ya venía perdiendo sangre desde hace medio siglo, para crear una generalización enfermiza que urge sanar. Decir España y no sentir pudor. Os lo digo yo, que suelo escribir «este país» para ahorrarme el subtexto de tener que nombrarla. No puede ser. Debemos romper esa dinámica. La derecha lleva demasiado tiempo apropiándose de la identidad para crear un gueto ideológico. Hay que arrebatárselo, devolvérselo al pueblo, para impedir que siga manipulando y comercializando con ella y sus símbolos. Por eso me ha gustado oír a Paco Frutos, a Carolina Bescansa, a Josep Borrell, pronunciar España en sus declaraciones sin miedo ni sospecha. Hay que arrebatársela al discurso conservador, patriótico, casposo y confrontador. Porque aquí cabemos todos o no cabe ni Dios.

La España a la que quería Cecilia es la misma España que bostezaba en el poema de Machado, que enorgullecía y encolerizaba a Miguel de Unamuno, a la que escribía Blas de Otero y con la que se identificaba Lorca. Esa España que ahora no podemos nombrar, si no es para ponerla a parir, por miedo a ser etiquetados como fachas. Nunca será el nombre de nuestro país quien identifique nuestra ideología. Serán nuestros actos quienes nos delaten. Mientras tanto, recuperemos lo que nos pertenece. Empezando por el nombre.

Creo que todos los países que han sufrido una guerra civil viven fragmentados para siempre. Si eso debe ser así, no pienso renunciar a la convivencia. Pero muchísimo menos a que España solo sea la que unos cuantos se encargan de exhibir. El nombre, la bandera, la familia, la fe, los principios, no son vuestro exclusivo patrimonio. Pero si la única España que os interesa es esa, prefiero que sigan existiendo dos. Eso sí, en igualdad de oportunidades. Total, una de las dos ha de helarme el corazón.