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Todo trata de sexo, excepto el sexo

En vez de tanto morbo sería más interesante plantearnos por qué hemos construido una sociedad en la que el sexo es poder y la satisfacción sexual una mercancía.

Un personaje despiadado como Frank Underwood, interpretado precisamente por el actor Kevin Spacey, repetía, en un capítulo de House of cards, una famosa frase de Oscar Wilde: «Todo trata de sexo, excepto el sexo. El sexo trata de poder». En estos tiempos de susceptibilidades y desinformación, me resulta insultante tener que repetir que no es no. Pero también me preocupa que sigamos sumando nombres de actores al juego, para seguir alimentando el morbo, como si el acoso sexual fuese un problema exclusivo del mundo del espectáculo, y apenas profundicemos en el relato de la sexualidad en la sociedad contemporánea.

El hombre y la mujer de hoy tienen muy poco que ver con los hombres y las mujeres de hace dos siglos. Sin embargo, en lo sexual seguimos relacionándonos de la misma manera: cediendo a un miembro de la pareja -en las relaciones heterosexuales suele ser la mujer-el control en el inicio de la seducción pero traspasando después todo el poder al hombre, que será quien decida cómo, cuándo, dónde y cuánto, le guste o no le guste a ella. Estereotipos tan arraigados en nuestra sociedad que para desmontarlos primero deberíamos deshacernos a nosotros mismos.

Cuando se habla de «depredadores» para referirse a personas como Kevin Spacey, Dustin Hoffman, Jeffrey Tambor o Louis C. K., me molesta esa lectura de género con la que se divulga una cuestión que no tiene nada que ver con nuestros genitales, ni con nuestra orientación sexual, y sí con el poder que nuestra sociedad le ha otorgado al físico y al sexo. Es verdad que el hombre, históricamente, ha detentado el poder de forma absolutista pero, si asociamos el acoso al poder, una mujer poderosa ¿también es susceptible de acosar? ¿Acosaba Mae West a esos jóvenes que aparecían en sus espectáculos en los años 30? ¿Encarna Sánchez estaba menos interesada que un hombre en llevarse a la cama a algunas compañeras de trabajo? Puede que no sea el momento para plantear estas preguntas pero sí es importante que empecemos a pensar en su respuesta.

Si un tipo me invita a su habitación de hotel, ¿de verdad hay alguien ahí que maneje lecturas ingenuas del hecho en sí? Creo que no. Estamos hablando de un código de cortejo, de seducción, como quieran llamarlo, entre adultos. No cabe la candidez. Otra cosa es que esa persona crea que cuando yo cruce el umbral de su puerta pueda obligarme a hacer algo que no desee. Ahí entraría la violación, el abuso, la fuerza, y todos tendríamos el delito perfectamente identificado. Pero, si el hombre simplemente se queda en ropa interior, ¿estamos ante un caso de acoso sexual? Porque en el coqueteo previo, esas dos personas son responsables de las estrategias que emplean en ese juego. Hay que entender que no estamos en la mente del otro y aquí, como en otros muchos aspectos de las relaciones humanas, hay que calibrar los riesgos. Yo sé hasta dónde voy a llegar pero no sé la información que está recibiendo la persona que tengo delante. Y saber lo que el otro desea es igual de importante que tu deseo.

La ambigüedad solo es atractiva durante la seducción. Es obvio que en cuanto aparece un no, se disipa la duda, pero siento que en toda esta polémica sobre el acoso se está construyendo un relato victimista, en especial sobre la mujer, que le hace un flaco favor a su libertad, especialmente a la sexual. Ya no es que se le imponga socialmente un rol de víctima, sino que además se le aboca a la insensatez, como si necesitase una tutoría que le ayudase a calibrar los riesgos de sus decisiones, o se la emputece, como si su deseo sexual fuese menos imprescindible. Sería más interesante plantearnos por qué hemos construido una sociedad en la que el sexo es poder y la satisfacción sexual una mercancía. Quizá podríamos hablar del papel que ha jugado la Iglesia y su falsa moral en el enfermizo entendimiento del sexo. Deberíamos hablar de como el deseo del hombre parece tener una autoridad que el de la mujer no tiene. Debatir sobre esta sociedad que ha masculinizado la sexualidad y ahora se niega a educarla.

Hace unos días, conversando con una actriz sobre los casos de acoso sexual que estábamos siguiendo en los medios, me comentaba que había visto a jóvenes actrices jugar hasta unos límites que a ella le resultaban peligrosos. Ninguno de los dos éramos sospechosos de tener una opinión ambigua respecto al acoso sexual. Los dos tenemos claro que n0 es no. E incluso asumimos la importancia que tiene la inversión de la carga de la prueba para intentar detener este tipo de conductas basadas en el poder. Pero nos resultaba igual de interesante elevar el debate hasta ese lugar, hasta el del juego sexual, sus riesgos y sus compensaciones. Y todo eso, hoy, más que dilucidarse, naturalizarse, asimilarse, se ha convertido en una enorme bola de estiércol.

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