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Un bar de barrio con su máquina tragaperras, su televisor y su elenco de parroquianos fijos. Son las nueve y cuarto de la mañana de un jueves de otoño, y la clientela es mayoritariamente femenina: una jovial reunión de señoras y dos señoras en sendas mesas. Todas desayunan, las reunidas charlando, las demás en silencio. El camarero trajina tras la barra. De pie, con la mirada fija en el Marca, un señor toma café. Otro, setentón, acodado en la barra con aire de gallo de corral, lanza comentarios estentóreos al camarero, aunque éste apenas le responde. Es el gracioso del bar. En ese momento entran dos mujeres. Una, de unos cuarenta años, se coloca detrás de la barra. La otra, más joven, pide café y tostada. El gallo, encantado, ahueca las plumas y centra sus observaciones en las recién llegadas. «Anda que no está guapa tu prima», «Vamos, lo mismo que tú, con lo arrugada y fea que estás», «Tu prima sí que me gusta a mí»... Las clientas, ni parpadean. Desde jovencitas están acostumbradas a que un hombre, cualquier hombre, opine en voz más o menos alta sobre el físico de una mujer. La camarera, como quien repite un papel representado hasta la hartura, contesta con alguna pulla, pero no tarda en cansarse y se dedica a su trabajo. La prima veinteañera no sabe qué cara poner, pero no abre la boca. Entre sonriente e incómoda, recoge su desayuno y, sin decir palabra ni mirar al metepatas que sigue soltando lindezas, toma asiento en una mesa junto a la ventana.

Estos días levanta mucho revuelo el juicio a los presuntos violadores de Pamplona, y al hilo de la actualidad se debate cómo ha de actuar una mujer para que se entienda que no desea mantener relaciones sexuales. ¿De verdad un hombre adulto y medianamente sensato necesita un traductor simultáneo, una lámpara de señales, un intérprete de lenguaje de signos o un notario para saber si va bien encaminado o no? Renace el mito del varón acobardado por la supuesta hostilidad de la hembra contemporánea, y por su belicosa tendencia a denunciar toda actitud mínimamente galante, llena de inocencia y que solo destila admiración por el bello sexo. Al fin y al cabo, ese «Qué guapa estás hoy», ese «Qué bien te sienta ese vestido», esa mirada presuntamente admirativa que se pega como el chicle a la anatomía femenina, sea de una conocida o no, en el metro, en la calle y en la oficina, son algo normal, ¿no? Lo natural es reaccionar así.

Por lo visto, la chica de Pamplona no dijo de forma expresa y abierta que no. Al verse rodeada por cinco hombres -cuyo talante se deduce de los vídeos que grabaron y de los mensajes que enviaron a sus colegas- no los instó a reconsiderar sus anhelos copulatorios. Y, claro está, ellos dedujeron que consentía. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Después de todo, un hombre sabe que eso les gusta a las mujeres. Viene a ser una broma, lo mismo que las sutilezas del gallo del bar a la prima de la dueña... Quizá exageraron un poco, pero ¿qué pretende ésa ahora? ¿Mandarlos a la cárcel? Venga, por Dios, no exageremos.

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