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Dos artistas

En un corto margen de días les llegó su hora final. Eran dos artistas de distinto signo, pero ambos caracterizados por una entrega entusiasta y una acusada personalidad. La muerte de Joan Verdú ha sido para mí una dolorosísima sorpresa. Estábamos en lo que podría llamarse -recurriendo al tópico- «el inicio de una buena amistad». Le conocía a raíz de la presentación de un libro compilatorio de artículos periodísticos en el que él participaba, y empecé a tratarle más a partir de su última exposición en Tapinería, hace un par de años; incluso tuvo la bondad de regalarme uno de aquellos dibujos de trazo penetrante e irónica intención. Quedamos en vernos con más tiempo, sin caer en la cuenta de que el tiempo es el gran enemigo. Hablábamos por teléfono; él mantenía la cordial invitación a visitar su estudio, que se iba aplazando por mis problemas de salud..., sin que sospechara que la suya era peor que la mía, porque jamás hizo alguna alusión. Y ahora esa cita nunca se cumplirá.

Leía yo asiduamente sus columnas en nuestro suplemento cultural Posdata y me regocijaba con su estilo directo y punzante. Joan arremetía contra todo lo que consideraba hueco, imitativo, falso, mediocre, no solo en el arte sino en cualquier actividad creativa; se percibía al buen lector. A cambio, sus parcos elogios desprendían el inequívoco aroma de la sinceridad. Me duele en el alma decir adiós a este artista polifacético y veraz, «todo un personaje» como bien lo ha definido Juan Lagardera. Tan solo su memoria podrá compensar la pérdida de una amistad que empezaba a existir.

Rafael Contreras fue, como es sabido, un mago del cartel, esa difícil especialidad que logra concentrar en una reducida superficie de papel la llamada gráfica a un acontecimiento, una fiesta, una historia. Premiadísimo autor, Contreras fue también un documentado estudioso de obras ajenas, llevando a cabo en sus libros un admirable análisis y divulgación de la cartelística como género artístico. Pero no quedaba aquí su dedicación, que fue larga y fructífera en la docencia. Maestro y amigo, Rafa Contreras era, por añadidura, un hombre jovial, siempre risueño, con la sonrisa en los labios, amante declarado de esa «Finca Roja» en la que habitaba sintiéndose parte íntima de un reducto urbano singular, palpitante, novelesco. Algunos de sus muchos y agradecidos alumnos empezaron, tiempo atrás, a promover la idea de dedicar una calle a Rafael Contreras, una iniciativa digna de ser atendida. Nadie como él ha vivido -ha ilustrado- las calles de València con el grito silencioso y multicolor de sus carteles. Justo sería que alguno de esas vías urbanas ostentara su nombre para la posteridad.

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