Puedo imaginarlo con la misma nitidez que si fuera una visión del futuro: los libros o los hologramas de historia del año 2300 hablarán de la revolución francesa, de la revolución rusa, de la revolución industrial y de la revolución electrónica. Existirá, como existe hoy sobre las revoluciones anteriores, una historiografía muy variada sobre los cambios que produjo esta última en la humanidad. Y seguro que habrá, junto a los apartados que analicen los grandísimos adelantos que la inmediatez comunicativa supuso para la ciencia y para la economía, uno en que se pondere la debilidad mental que propició y las estupideces que a su sombra cometieron millones de personas. No será una casuística porque la lista de sandeces, a fecha de hoy, resulta ya imposible de recopilar; será un estudio del mal que habrán causado, una exposición de conclusiones generales. Porque lo negativo de la revolución electrónica no habrá sido que mucha gente sintió el prurito de mostrar el plato de arroz al horno que tenía delante, o de filmar una gamberrada y exhibirla en la red, o de hacer tantos y tan descomunales disparates como se sabrá entonces que se hicieron, sino la banalización del hombre, su depauperación espiritual, su materialización, la cobardía en que se despeñó al tener un refugio de distancia o de anonimato.

No sabemos hasta dónde llegará el daño de la electrónica en el ser humano, pero podemos intuirlo. Podemos vislumbrar ese tenebroso apartado en los libros o los hologramas de historia. Podemos barruntar un siniestro muestrario de perjuicios, un aciago episodio de animalización, un vergonzoso regreso al simio: la crónica negra de un declive. Los estudiantes del mañana sabrán que inmensas cantidades de individuos, habiendo nacido sanos, vivieron en un estado permanente de idiotismo; que los aparatos electrónicos los condujeron a una subnormalidad absoluta, entendida como la existencia en un rango inferior a la dignidad y las posibilidades propias de su condición. Y albergo la esperanza de que aprenderán también los procedimientos que se descubrieron para sanar de semejante postración: los ejercicios de la voluntad, las maniobras de huida, las vacunas cerebrales o cualquier solución que haya servido para recomponer a los caídos.

Nuestro presente digital será historia social. Nuestra ingenuidad, nuestra desgracia y nuestro marasmo electrónico serán conocimiento sociológico y escarmiento en cabeza lejana. Una parte importante de nuestro progreso engrosará el acervo de los errores útiles, de las mamarrachadas que harán sonrojar a nuestros descendientes y les generarán un rechazo insuperable.

Nada impide, sin embargo, que hagamos un esfuerzo, tomemos conciencia y, en la medida de lo posible, comencemos ya.