Así podrían haber llamado su documento los diez académicos que, con Santiago Muñoz Machado como primer firmante, han ofrecido a la ciudadanía sus ideas sobre la imperiosamente necesaria revisión constitucional. «Tiempo de reformas» significa abrir un periodo amplio, más que una legislatura, que debería consumar la inédita experiencia histórica de actualizar el pacto constituyente de 1978. Y significa también una agenda jerarquizada. Por eso juzgan que la primera actuación debe ser la reforma de la organización territorial. Y en eso se centran.

Primero, dejan claro que hablan de reformas abordables desde la Constitución. No se trata de abrir un proceso constituyente, dicen. Sin embargo, y este es mi primer comentario, de sus argumentos se deriva relativizar esa diferencia. En realidad, las exigencias de consenso son tan fuertes e inevitable el referéndum, que se borra la distancia con un proceso constituyente. Al reconocer que la Constitución española no tiene cláusula de intangibilidad, se confirma la idea de que una reforma puede afectar a cualquier cosa. En suma, en un proceso de reforma lo único constituido y limitante sería el procedimiento.

Esta cautela no es relevante. Lo importante es que se toma una decisión a favor de que el diálogo de reformas emerja desde las instituciones de la Constitución. Más que un hecho jurídico, se trata de un hecho político. Lo llaman un diálogo institucionalizado. Esto significa que es impulsado desde el Congreso como órgano que representa la unidad de pueblo; pero institucionalizado significa también liderado por el Gobierno. Los juristas no explican por qué toman esa decisión. Y este es mi segundo comentario. «Defendemos el mantenimiento de los fundamentos sobre los que se asienta la Constitución de 1978, que son los europeos», dicen. Pero es este un enunciado discutible. La Constitución de 1978 no se asienta sobre principios europeos propiamente. En realidad, solo se asienta sobre los vagos principios de devolver la democracia al pueblo español. No habla de los objetivos reales de la democracia. El mayor defecto de la Constitución de 1978 es que no se propone metas políticas o sociales históricas a las que conducir al pueblo español. Por eso no introduce criterios políticos respecto a su reforma. No ofrece los fines a evaluar como aciertos o fracasos. No sabemos qué reformar porque no hay compromisos respecto a lo que alcanzar.

Este fue el mayor triunfo de las derechas españolas. Al considerar que esta Constitución traía la democracia como meta fundamental, una vez conseguida ya no hay nada más que hacer. Democracia es lo que tenemos. ¿Para qué reformar? Si la meta hubiera sido homologarnos con Europa, entonces tendríamos una larga lista de cuestiones no realizadas. Pero esa no fue la meta. Eso no nos da el criterio para realizar la crítica. Y por eso Mariano Rajoy no ve nada que reformar. Así que -mi tercer comentario- apostar por un diálogo institucionalizado y dirigido por este Gobierno es una decisión políticamente extraña.

Todo en el documento de los catedráticos se reduce a una cosa: hay que reformar el modelo de organización territorial según el sistema alemán. Esta es su prioridad. Para mí, este debería ser un punto más de la meta histórica de la política española: impulsar al pueblo español a los niveles civilizatorios y de justicia de las democracias avanzadas de Europa, como Alemania y Holanda, por ejemplo. También en el modelo territorial. Pero como parte del proyecto de recuperar cinco siglos de aislamiento europeo, matizado por procesos de mimesis superficiales, que nunca pretendieron hacerse con el espíritu europeo. Esto se aplica a la Constitución del 78. Por tanto, claro que basarnos en el modelo federal alemán, pero para ello debemos integrar un espíritu democrático auténtico. Y eso implica alejarnos de ese otro espíritu, que no se refleja en ningún articulado, pero que es el supuesto político de todo el articulado constitucional.

Por supuesto que los comentarios y afirmaciones de este documento son sabios y razonables, persuasivos y estimulantes. Pero hay algo de decepcionante en él. Lo identifico en que no cumple su exigencia de que «debe buscarse un acuerdo que ahonde en el origen del conflicto». Ese nivel político está ausente. Por supuesto que el Título VIII tiene un carácter transitorio, pero es evidente -y sólo los ciegos no lo ven- que el ideario del PP consiste en hacerlo regresar tanto como sea posible a una interpretación centralista. Claro que el nivel de conflicto entre órganos del Estado es intolerable. Pero eso al PP le importa poco. La carencia de un «funcionamiento coherente e integrado de las 17 comunidades políticas del Estado» abre el camino al nuevo centralismo hacendístico. Por supuesto que el PP prefiere decidir las competencias sentencia a sentencia del TC, más que fijarlas constitucionalmente. Pero mientras que el TC se forme como hasta ahora, el PP seguirá poniendo en manos de jueces afines lo que debería ser una decisión constitucional. Claro que es absurdo que los Estatutos sean leyes orgánicas, pero así se hace visible que el Estado autoriza su integración en el ordenamiento jurídico. Lo que los juristas ven como disfunciones constitucionales, son decisiones políticas que emanan del ideario del PP. Todo el entramado constitucional, tal como ha acabado imponiéndose en la práctica, responde a su imaginario político.

Y lo más importante de todo: la forma de elección del Senado. Claro que la forma actual es estéril, pues forma una segunda cámara partidista. Pero nadie puede ignorar que esta forma de elección cierra el sistema de la Constitución del 78, ya que confiere al PP una mayoría absoluta natural que impide la reforma. Este hecho no es un azar. Responde a la decisión básica del PP a favor de la provincia como la verdadera base de la constitución existencial española, el condicionante no escrito de la Constitución del 78 y la que determina toda su práctica. Pues es la provincia la que impone la prima que subyace a la falta de proporcionalidad del sistema electoral español.

Por lo tanto, si vamos a un tiempo de reformas, cosa que no dudo, lo primero que hay que reformar es el dispositivo político que cierra esta Constitución con los siete sellos del libro del Apocalipsis. No es que la Constitución de 1978 sea irreformable, como dice Pérez Royo. Lo es. Pero no lo será con esta ley electoral en la mano. No lo será mientras la provincia determine el sentido de la unidad de pueblo en el Congreso y en el Senado a la vez. Si se quiere proteger los territorios, entonces debe crearse, como defienden los juristas, una cámara territorial adecuada, con todas las competencias proteccionistas medioambientales necesarias. Pero para hacer operativa la voluntad del pueblo español debe desactivarse la provincia. Mientras esto no suceda, no habrá forma de reformar la Constitución, porque todo su dispositivo jurídico tiene dentro la máquina preconstitucional del espíritu del siglo XIX, que nos separa del espíritu democrático europeo.

No tengo dudas de que, si algún día se reforma la Constitución del 78, el nuevo Senado será muy parecido al que propone este documento de Santiago Muñoz Machado y garantizará la cooperación legislativa, financiera y ejecutiva del Estado y de las comunidades autónomas. Y tarde o temprano, como sugiere el documento, se impondrá una práctica bilateral Cataluña-Gobierno central que se reconozca de algún modo en el texto constitucional. Pero no veo la manera de que eso suceda si los partidos que no son el PP no aprovechan la primera mayoría que tengan para reformar la Ley Electoral en un sentido proporcional ponderado con refuerzo para lograr mayorías en el Congreso y una elección pura territorial en el Senado. Sin ello, nuestra democracia no será europea. Y sin ello, será inútil imitar todos los dispositivos formales. El sujeto político seguirá sin tener un espíritu democrático veraz, el de respetar una representación política sin trampas retardatarias.