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Una historia de buenos y malos

Se escribe sobre los hechos pasados y se cae irremisiblemente en la tentación maniquea de asignar roles cuando no perpetrar la obliteración. La historia -aunque nadie obedece al principio básico- no es una, sino trina, lo menos. Y además ha sido interpretada desde el principio de los tiempos. Así que para la mayoría de ciudadanos -al menos para la masa votante por ejemplo que nació ya después del franquismo o muerto el dictador- la historia no debería ser contada desde la política anómica y falaz.

Anomia. La anomia es la falta de olfato, algo extendido entre nuestra clase política. Un ejemplo: en la semana que celebramos el cumpleaños de la Constitución también se ha recordado al franquismo. Aquí en València. No es baladí ni casual. Ahora que los consensos de la Transición son añorados, volvemos a desviarnos en la narración de la historia -por un lado- y de cumplir el mandato de los ciudadanos. Los políticos están convocando batallas diríase que para justificar el salario. Pónganse de acuerdo en hacernos más felices y no sólo en criticar al Valencia Club de Fútbol por un partido de féminas. Anotación al margen: sintonizo en este caso con el club en su reciente polémica con las Cortes. Su argumento es demoledor. Ninguno de las señorías firmantes en la reprimenda al club es un apasionado de la competición. Venga ya, síndics/as.

Memoria. A lo que íbamos. Pedro Sánchez -en la semana del aniversario constitucional- eligió València para hacer la campaña catalana y volver al primer plano. Sublimando una falta de oportunidad en la que está creando escuela y desaparecido durante todo el procés y la aplicación del artículo 155

-una acción del Gobierno inviable sin su participación- vuelve a escena con Franco. Con la reforma de la Memoria Histórica

-cuyos extremos adelantados por su diseñador Andrés Perelló, al menos los más visibles, generarán conmoción- Sánchez hace campaña justo antes de que arrancara y sin pisar las Ramblas. Algo así como Puigdemont.

Ley polémica. La técnica jurídica dicta que las leyes ad personam -lo son si pretenden objetivos nominales como sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos- son una aberración. Más todavía si se pretende tal cosa y otras cuando han pasado ya 80 años desde la Guerra Civil. La reforma de la Ley de Memoria Histórica, también la valenciana, persigue una redefinición de los hechos. Reverdece elementos enterrados y genera de nuevo el discurso de las dos Españas, una de buenos malos. Esta estrategia legislativa pro domo sua, pretende imponer una suerte de reglamento moral que -atendiendo al obligado respeto y homenaje a los que lucharon por la libertad tras el levantamiento militar y la contienda del 36- nos dice hoy qué tenemos que pensar, qué discurso es el recomendable para las nuevas generaciones o a qué símbolos o a qué realidad debemos lealtad. Y si de cunetas hablamos, quizás el alcalde Ribó haría bien en señalar checas, iglesias quemadas y cárceles antifranquistas en el itinerario de hitos republicanos que ha dispuesto en la ciudad.

Constitución. En este contexto cumple años una Constitución que afronta su cirugía. El alcance de la misma es diverso pero un aggiornamento del texto para corregir exclusivamente la ausencia de Europa, garantizar los derechos de la mujer, ponerla al día en internet y otras minucias defraudará posiblemente a los que más quieren tocarla: aquellos que quieren adaptarla a las nuevas demandas territoriales y, sobre todo, a las reivindicaciones nacionalistas.

Reforma obligada. Sin embargo, también haría mal Madrid -entiéndase como el Gobierno de España y el PP en este caso- en tener una especial consideración y sentar a Cataluña en un sitial preferente en la merienda del futuro modelo territorial y, si me apuran, en el ámbito tan fundamental de la nueva financiación. No al precio de crear un nuevo agravio -un cupo vasco bis- ni de hacer invisible al resto. Parece obvio que hacer una constitución saludable y reformada no consiste en dejar en manos de los más radicales el timón.

Serendipia popular. En ese sentido Mariano Rajoy se lo debería pensar. No hay duda de que el PP vive una especie de episodio serendípico en Cataluña y que buscando orden con la aplicación del 155 ha encontrado cierto oxígeno en el resto de España -no en el Principat donde presentan al fallido candidato García Albiol-. Sin embargo, a riesgo de caer en el síndrome de Dorian Grey, haría mal el presidente en surfear sobre la estela exitosa de la aplicación del 155 para desdecirse de abrir la reforma constitucional. Afronte el proceso con honradez y gestione la reforma controlada de la carta magna, en un clima de sosiego pactista y con el objetivo de corregir los agravios que afligen, por ejemplo, a la Comunitat Valenciana. Lo peor, frente al desastre catalán, sería el miedo político y una visión a corto. Abran el foco.

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