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Tragedia de cómic en la Casa Dorada

Salman Rushdie dibuja a todo color una lúcida crónica del tiempo presente en La decadencia de Nerón Golden

No, no va de Donald Trump La decadencia de Nerón Golden, aunque cuente con el magnate como correlato de dos de sus personajes. De hecho, La decadencia de Nerón Golden se titula en inglés The Golden House, y en esa bisémica ambigüedad entre la Casa Dorada y la Casa de Golden se aloja el pivote sobre el que giran todas las facetas de la última novela de Salman Rushdie. Una narración poliédrica, desde su superficie hasta los ríos que la alimentan, en cuyo título rebotan los ecos de la Casa Blanca y de la Casa Usher. Porque, una vez más, Rushdie se sirve de la descomposición de un linaje para dibujar el desmoronamiento de la sociedad que lo ha alumbrado. Y en ese desplome, Trump, travestido en Joker de pelo verde que amenaza una Gotham defendida por Batwoman, apenas forma parte del escenario, pues es más consecuencia que causa. De hecho, Rushdie asegura que lo añadió a la trama cuando ya llevaba tiempo escribiendo la novela de la América escindida. En realidad, si se leen con alguna atención sus más de quinientas páginas, se aprecia pronto que La decadencia… habla, sobre todo, de la identidad y de la verdad, dos de las grandes líneas de fractura de la sociedad estadounidense y, por ende, de la occidental y, de manera inevitable, del globo globalizado. Vista así, la novela es una lúcida crónica del presente, situada en los ocho años de la presidencia Obama por un indio (Bombay, 1947) recriado en Inglaterra desde los 14 años y trasterrado a Nueva York desde 2000. Un anglo-indio-estadounidense que, tras graduarse en el King’s College de Cambridge a los 21 años, fue consagrado a los 34 con el prestigioso “Booker Prize” por su segunda novela, Hijos de la Medianoche (1981), y fue investido caballero por Isabel II a los 61, la edad a la que el jurado “Booker” lo eligió como el mejor de todos los ganadores del premio en sus 40 años de historia. Claro que el retrato globalizado de Rushdie no estaría completo sin recordar que, tras crecer en una familia de musulmanes liberales, fue condenado a muerte a los 41 años por el líder supremo del Irán chií, el ayatolá Jomeini, quien lo acusó de blasfemia y apostasía por sus Versos satánicos (1988). La condena sigue vigente, ya que las fatuas sólo pueden ser revocadas por quien las dictó, pero hace años que Irán renunció a perseguirlo. De modo que el ateo militante Rushdie, tras casi una década de clandestinidad, dice vivir tranquilo desde hace 20 años. Cabe suponer que no se amarga pensando en lobos solitarios. Obama, cuyo doble mandato es un simple marco temporal, llegó a la presidencia el 20 de enero de 2009, el mismo día en el que el magnate Nerón Golden, “un rey septuagenario y sin corona procedente de un país lejano”, desembarcó en Manhattan, en pleno corazón del Greenwich Village, “para tomar posesión de su palacio en el exilio” en compañía de sus tres hijos. Por supuesto, Nerón Golden, musulmán descreído, no se llamaba así en su país de origen, como sus hijos no se llamaban Petronio, Apuleyo y Dioniso, pero el fugitivo Golden, un apasionado de la Roma imperial, está empeñado en borrar todas sus huellas de origen y Estados Unidos es el paraíso de las identidades secretas. Así que la llegada del nuevo zar, pese a desprender el trumpiano “olor de la gente peligrosa, chabacana y despótica”, pronto fue aceptada con normalidad por sus acomodados vecinos. Y las anticipaciones se acaban aquí, porque Rushdie ha conseguido que el desarrollo de la vertiginosa y rica trama de la novela vaya íntimamente ligado a un progresivo desvelamiento de los orígenes de Nerón Golden y a la fijación de los contornos de una tragedia que, de un modo borroso, se anuncia desde las primeras páginas. Sí conviene precisar, sin embargo, que La decadencia de Nerón Golden está contada desde el punto de vista de uno de sus vecinos, René Unterlinden, un joven aprendiz de guionista de cine. De abuelos belgas y padres intelectuales, René tiene numerosas ideas dispersas para una película, pero le falta el motor que las articule y engrase. Por supuesto, ese motor serán los Golden, y René se volverá el ojo del lector. Primero como vecino curioso, luego ya como amigo y más tarde como casi hijo del patriarca y desencadenante del tramo final de sus andanzas. La historia de los Golden es, pues, la historia del guión que René escribe sobre la familia, lo que permite a Rushdie cubrir con eficacia las zonas de sombra inaccesibles al narrador, al convertirlas en suposiciones rematadas con una leal acotación técnica que revela su naturaleza. El hombre que se transformó en una ficción huyendo de su pasado acaba siendo así la ficción de un hombre que busca abrirse paso hacia el futuro. Se ha escrito que esta novela representa el regreso de Rushdie al realismo, como reclamo tal vez para quienes no aprecian en exceso su veta primigenia de narrador orientalizante. La crítica estadounidense e inglesa le ha adjudicado toda serie de parentescos, con especial predilección por El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, y Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh, sin olvidar La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. Por su parte, el propio autor, quien al igual que su personaje narrador adjetiva su realismo como “operístico”, asegura haber releído como preparación a la escritura Rojo y negro, de Stendhal; Otro país, de James Baldwin; Washington Square, de Henry James, y La edad de la inocencia, de Edith Wharton, de la que extrae una lección: las fuerzas conservadoras son “inmensamente poderosas” y ponen muy difícil rebelarse contra ellas. Más allá de los dioses familiares invocados, lo cierto es que la novela, bajo un ropaje realista salpicado de leves elementos fantásticos, nace de un huevo oriental, un breve cuento que el lector no tardará en encontrar y que hará bien en leer con atención si le gusta adivinar trayectos. Al eclosionar, el huevo alumbra una sórdida historia de familia cuyo referente son los pasillos imperiales transitados por los Doce Césares de Suetonio, el escabroso relato de las vidas de los primeros emperadores romanos, que da cuerpo a la primera parte de la novela. Y, puesto que René-Rushdie expresa innegable querencia por el destino, un “fatum” que vincula a la naturaleza o identidad de cada individuo y que ejemplifica en la fábula del escorpión y la rana, la cárcel familiar sólo puede desembocar en tragedia, griega o isabelina, con bebé milagro incluido, aunque este llegue de la mano de una leyenda eslava. Una tragedia a la que no es ajena la yihad, entendida como la punta de un iceberg donde mafias tradicionales luchan contra mafias crecidas al amparo del poder político. Rushdie es, claro, un autor de vasta cultura literaria, musical y cinematográfica. Así que sumen a lo anterior las alusiones a casi una treintena de canciones y no pierdan de vista que René inicia su narración a lomos de La ventana indiscreta para, tras mutarse en homérico Caballo de Troya, dar el salto, de nuevo en manos de Hitchcock, a Yo confieso. Pero todo eso no es sino un muy trabajado andamiaje visto -todas las referencias citadas se explicitan en el texto- para desembocar, como se apuntaba al principio, en los mares de la identidad -la de género también, y mucho-, la verdad y el combate del bien y el mal, ejes de esta crónica del tiempo presente y, en particular, de unos Estados Unidos en los que “DC estaba siendo atacado por DC”. O sea, en los que Washington sufría el embate de los supervillanos. Para René, cuya juventud permite a Rushdie usar un lenguaje que él, a sus 70 años, se cuidaría un tanto de emplear, Estados Unidos vivió en 2016, y al parecer sigue viviendo, una gran batalla entre dos burbujas. En una, en la que el Joker chillaba ante multitudes que lo jaleaban entre risas enlatadas, el conocimiento era ignorancia y mentir y odiar era gracioso. En la otra estaba Nueva York / Gotham, donde la gente todavía era capaz de identificar a un estafador. “La fantasía demente contra la realidad gris”. Un combate que permite a Rushdie escribir los mejores párrafos de la novela al explicar cómo la cosa en sí, “quizá incognoscible pero probablemente existente”, se enfrentaba a “aquel personaje de dibujos animados que había cruzado la barrera entre la página y el escenario, una especie de inmigrante ilegal cuyo plan era convertir el país entero, de forma falsamente hilarante, en una escabrosa novela gráfica”. El resultado de la lid es bien conocido. “El Joker se había coronado rey y ahora vivía en una casa dorada en el cielo”, porque “la identidad secreta de América no era ningún superhéroe. Era un supervillano”. Mientras, como si de un oculto traspaso de poderes se tratase, Nerón Golden, en su propia Casa Dorada, se encaminaba al cumplimiento de su destino. Y todo esto ocurría en un mundo donde no hay espacios seguros porque “el monstruo estaba siempre a la puerta y un poco del monstruo habitaba también dentro de nosotros”. Todo lo cual ha permitido a Rushdie escribir, bajo la buñuelesca advocación de El ángel exterminador, una espléndida novela que no, no va de Trump.

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