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Contra la deriva localista de la cultura

La dimisión del intendente de Les Arts, el escenógrafo italiano Davide Livermore, devuelve la política cultural valenciana al centro del debate. Hace unas semanas estalló la crisis en los museos con el soterrado enfrentamiento entre el IVAM y el MuVIM, y ahora es la música la que zozobra con el vacío que se ha generado en el teatro operístico de València. La Generalitat ha salido al paso de la situación creada al anunciar la convocatoria de un concurso de méritos para cubrir la vacante de Livermore. Y es ese anuncio, precisamente, el que resulta preocupante.

Damos por supuesto que tanto Livermore como las autoridades culturales tendrán sus razones para explicar el colapso de la relaciones entre ambos, pero lo que no admite dudas de interpretación son las ideas y normas de la convocatoria que se va a proponer para dirigir Les Arts dado que estas se insertan en la línea que se ha venido llevando a cabo desde la Generalitat Valenciana.

El modelo de política cultural que se está implantando aboga por la valencianización de los conocimientos de los futuros gestores, su dominio de las lenguas oficiales y su enraizamiento en la tradición local. Todo ello por concurso público de méritos y siempre considerando un proyecto que subraye los valores de la cultura valenciana, amén de postular el protagonismo de las minorías más perseguidas, dentro de un marco de austeridad presupuestaria y asumiendo la ejemplaridad de un salario anual inferior al del Presidente de la Generalitat.

No hace falta que les recuerde que bajo la apariencia de una idílica meritocracia, estos concursos suelen esconder discrecionalidades de tal calibre en cualquier curva del proceso -desde el sistema subjetivo de puntuación a la elección del mismo jurado-, que en casi todos los casos gana el candidato deseado por la autoridad política de turno. Y como también suele suceder, los mejores temen presentarse a una ceremonia evaluadora de la que pueden salir desacreditados frente a un rival inferior. Y no suelen presentarse.

Esta concursitis ha alcanzado incluso a la misma programación cultural, de tal suerte que son muchos los espacios públicos a los que los mismos artistas, comisarios o músicos acceden tras la consabida criba popular. Cuando no, se privatiza, una especie de mal menor para las administraciones a las que parece que les queme entre las manos la simple idea de la gestión. De hecho, bien poco sabemos del programa cultural del actual Gobierno de la Generalitat salvo vaguedades y ese mantra sobre la valencianización popular y el falso supuesto de la independencia concursal.

Años ha, cuando se anunció la creación del IVAM, los ambientes culturales valencianos ya vivieron una discusión importante al respecto. Fue Aguilera Cerni, el entonces famoso crítico de arte, quien abogó públicamente por un museo de arte valenciano, idea que se enfrentaba de plano al proyecto de un museo valenciano de arte, que no es lo mismo ni parecido. El primer caso subraya lo local y suele degenerar en una dirección clientelar que favorece la viabilidad económica de los creadores más cercanos. Por decirlo de un modo que se entenderá: es como un PER agrícola en clave cultural.

Por suerte para Valencia, el conseller de entonces, el socialista Ciprià Ciscar, bien asesorado por Tomàs Llorens, Andreu Alfaro y Eduardo Arroyo, apostó por un IVAM que trajera a Valencia el arte de rango internacional que, de otro modo, nunca se hubiera visto en la ciudad. La callada y lúcida gestión posterior de Vicent Todolí recorriendo los caminos menos trillados de la plástica contemporánea pero igualmente interesantes, dieron relumbrón al museo y le permitieron atesorar una colección con la que todavía subsiste hoy en día.

La situación de Les Arts no es exactamente la misma, pero el ejemplo nos puede servir para señalar que lo que se espera de ese coliseo operístico, como de su vecino Palau de la Música, no es que sus instalaciones se abran a todos los músicos valencianos habidos y por haber, sino antes al contrario, que por sus auditorios pasen los mejores músicos del mundo que sirvan para deleitarnos y para aprender. Es posible, quizás, que ya no nos podamos permitir pagar las millonadas que cobraba Loorin Mazel por construir la mejor orquesta nueva de Europa -en fase de disgregación, sea dicho de paso-, o tener en media docena de conciertos al inigualable Zubin Mehta, tal como pretendió la grandilocuente política anterior. Pero que el Valencia no pueda fichar a Messi o Ronaldo no significa que todo su plantel tenga que ser necesariamente de la tierra.

Defender lo valenciano, difundir nuestra lengua, sentirnos orgullosos de ser lo que somos y no auto-odiarnos ni ser timoratos con lo valioso de nuestra pertenencia no está reñido, no puede estarlo, con la capacidad de abrirse al mundo y de reconocer lo mejor ajeno. Todos los grandes pueblos, las grandes culturas, antes de serlo han sido crisoles de las aportaciones de otros. La idea de la pureza cultural sin criollismo es un disparate.

Claro que hay espacios, dignos, y promociones culturales, suficientes, para dedicarlas al estímulo y la difusión de los creadores locales. Nadie renuncia a este tipo de prácticas. Pero aquellos contenedores que han de servir de referencia porque acumulan la herencia recibida y se proyectan al futuro, no pueden caer en la banalización de acento pueblerino. La alta cultura lo es por ser buena, requerir formación para su completo disfrute y, por lo general, suele ser cara cuando no carísima. Archivar la cultura por elitista en el sentido más lato y peyorativo del término recuerda demasiado a la respuesta hitleriana ante el «arte degenerado» o las humillaciones stalinistas en pos del «arte realista» que sufrieron tantos creadores revolucionarios rusos, el genial compositor Dimitri Shostakovich entre muchos otros.

¿Qué tal si el Consell Valencià de Cultura en vez de un aparcamiento para elefantes políticos fuera un órgano que reflejara la pluralidad cultural valenciana, capaz de trazar políticas de máximo consenso en torno a la dirección de nuestros grandes centros de referencia?

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