Cuando se van aproximando las fiestas navideñas siempre sentimos que algo termina, tal vez sea el fin del año acechante, que nos recuerda todo aquello que tampoco hemos hecho en estos 365 días, a pesar de cómo nos juramentamos para cumplir tales o cuales promesas cuando los estrenamos. A muchas personas les da por las muestras de afecto, incluso algunas bastante ñoñas, y sobre todo por querer quedar a comer a toda costa, lo que redunda indefectiblemente en nuestros odiosos michelines. El puente de diciembre ha sido la crónica de esos atracones anunciados. Sólo algunas personas de fuerte personalidad, como mi amiga Ana, son capaces de escapar a la dictadura que se impone en estos días y salen de viaje huyendo de la quema.

En Navidad la fiesta va por casas, en unas es el pavo, que en nuestra familia sólo lo comimos el año que le regalaron uno vivo a mi padre, al que hubo que coger al vuelo en sus correteos y que fue montura improvisada de uno de mis hermanos, incluso cuando perdió la cabeza. El pavo, se entiende. La orgía de plumas en la cocina aún la recuerdo con horror. En otras casas, se impone el cocido con pelota el 25, que a unos les encanta, a otros menos, pero aquí se come lo que hay. Lo mejor y a la vez peor es la lotería. Mejor porque hace ilusión y peor porque cuando llevas décimos de sobra e intentas endosárselos a alguien para recuperar algo de dinero te dan el cambiazo, metiéndote a su vez la que llevan ellos. Porque de los regalos ya ni hablemos.

Este año, además de ser como de costumbre una ruina, las fiestas vienen raras. Las elecciones catalanas se van a celebrar nada menos que la víspera del sorteo de la lotería. Pues a ver lo que nos toca, si el gordo, la pedrea o el reintegro. Lo del reintegro lo veo difícil, porque Puigdemont está muy a gusto en Bélgica, dado que allí parece que las legumbres, que según parece no son de su agrado, no las trabajan. Finolis que es uno. Para mí que, pase lo que pase ese día, al final no va a pasar nada, porque la Nochebuena nos volveremos a reunir con los mismos de todos los años, o de cada dos, para ser más exactos, a comernos el mismo menú, que nos comprometimos aligerar a sabiendas de que era una promesa que no pensábamos cumplir.