Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La pobreza como rutina

Es una verdad universalmente reconocida que cualquier circunstancia vital puede acabar siendo aceptada con total normalidad si dejas pasar el tiempo suficiente. Las denuncias por corrupción aburren; los postulados de la extrema derecha comienzan a calar con preocupante facilidad entre los defensores del sentido común y la perspectiva de una vida de precariedad e incertidumbre ya no se percibe como una desgracia, sino como un inevitable signo de esta época.

Para comprobarlo, basta con echar un vistazo a la percepción de la pobreza en España. Hace unas semanas, un organismo tan poco revolucionario como la Comisión Europea nos señaló como el país con mayor índice de desigualdad económica de la UE (junto a Bulgaria, Grecia y Lituania). ¿Habéis visto muchas olas de indignación en las calles? Yo tampoco. Aunque, bueno, quizás haya hordas de gente escandalizada ocupando edificios institucionales para reclamar una mejora en las políticas sociales y no me he enterado, que últimamente estoy dedicando mucho tiempo a ver RuPaul's Drag Race en Netflix. Si es así, mandadme por WhatsApp la ubicación de las revueltas y me paso en cuanto pueda.

Total, que en esta España mía, esta España nuestra, la brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor y aquí estamos, sin rasgarnos las vestiduras ni reclamar con un grito ahogado nuestra cajita de rapé justo antes de desmayarnos sobre el clavicordio. Nada de nada, como si la cosa no fuera con nosotros. Que a ver, es imposible que todos pertenezcamos al sector de ricos que se han visto beneficiados por la crisis. Siento ser yo la que os lo diga, pero hay altas probabilidades de que vosotros también forméis parte de esa clase media empobrecida que no ha recuperado el poder adquisitivo de 2005. Espero no haberos fastidiado la Navidad con esta noticia.

No es que la miseria se haya convertido en algo deseable o ilusionante (todavía), pero el concepto de trabajador pobre ya no se contempla como un drama inaudito. La precariedad se ha normalizado hasta extremos impensables hace algunos años. No la anhelamos, pero tampoco la combatimos con fiereza. Simplemente, está aquí, como el frío en invierno, y parece que no podamos hacer nada salvo resignarnos y amoldar nuestra vida a sus exigencias. Tener un trabajo y un sueldo dignos sigue siendo una bendición, un trofeo, un privilegio al alcance de unos pocos afortunados.

Tras unos años atroces, las empresas ya no se desangran vertiginosamente sobre las aceras. Sin embargo, dicha mejora no se está notando en las calles, que ya han absorbido esta sutil pobreza como una rutina más. Estábamos demasiado ocupados asumiendo recortes sociales salvajes como para preocuparnos por los desgraciados que iban siendo arrollados por la destartalada locomotora de la recuperación económica. Al final, ¡sorpresa!, resulta que en las vías del tren estábamos casi todos.

Vista la preocupación mostrada por la Comisión Europea, no me queda más remedio que lanzar un aviso. Estimados señores de Bruselas: prepárense un té con canela, consigan un sillón cómodo y esperen sentados, pues (cuidado, spoiler) todo indica que no vamos a volver a los parámetros de igualdad previos a la crisis (que por otra parte tampoco es que fueran la panacea) en un largo, largo, largo, largo, largo periodo. Tampoco es que importe mucho, al fin y al cabo, no poder encender la calefacción fortalece el espíritu.

Compartir el artículo

stats