Cuando hablamos de laicidad, básicamente nos referimos a la separación total de las instituciones religiosas y el Estado. Dado que la sociedad se caracteriza por el pluralismo, el Estado debería abordar sus actuaciones en esta materia desde la más estricta y exquisita neutralidad. Hace aproximadamente un año, escribía en estas mismas páginas sobre la no laicidad de las instituciones valencianas, con multitud de simbología religiosa católica en Les Corts, consellerias, ayuntamientos, ambulatorios, colegios públicos...

Pasado el año, todo sigue igual. Las razones que se aducen de entrada, las que afloran en superficie, las más socorridas, las que apenas admiten réplica, son que no es el momento y que se trata de un tema cultural y de tradición. ¿Y por qué no es el momento? Pues porque dicen que con la que está cayendo de paro, desahucios, pobreza económica, contratos basura, corrupción, Cataluña€ lo que menos importa ahora es la laicidad del Estado, y en conclusión, dado que es un tema del que no hay votos que sacar, ningún político mueve un dedo.

Curiosamente, cuando conseguimos, oh milagro, hablar con estos personajes de la política, individualmente, de uno en uno, al menos todos los que se autoetiquetan de progresistas, están de acuerdo en que la laicidad es un instrumento para hacer más libre la sociedad, más democrática, más justa, puesto que el laicismo respeta derechos, pero elimina privilegios. ¿Qué transformación ocurre cuando estas individualidades se reúnen para que lo que individualmente está claro, es justo y necesario, en colectividad se rechaza o simplemente se ignora? ¿Qué ocurre para que la voluntad colectiva de los partidos políticos difiera totalmente de la voluntad individual de sus componentes? ¿Es el miedo a perder el cargo o enfrentarse a los aparatos, la mediocridad, nos mienten cuando individualmente dicen apoyar la laicidad?

El otro socorrido argumento al que recurre la clase política para no actuar en pos de la laicidad, es que las manifestaciones religiosas son cultura y tradición, curiosamente los mismos argumentos que usa la España retrógrada y cañí para justificar la tauromaquia, o sea, la tortura y muerte de animales con el único objetivo del divertimento. Si hubiera una cultura crítica, entenderíamos que en lugares públicos la neutralidad ha de ser exquisita para que todas las personas (independientemente de sus creencias o no creencias) puedan sentirse a gusto y no tener que soportar las simbologías de unos y otros. Si hubiera cultura sólida, reconoceríamos que todas las religiones exigen tolerancia a sus manifestaciones públicas y dicen sentirse perseguidas cuando no tienen el poder político, pero son intolerantes hasta la médula allí donde sí tienen ese poder.

Si hablamos de tradiciones, y dado que éstas muchas veces sirven de excusa para justificar multitud de actos aberrantes, no deberíamos usarlas de pretexto para exhibir en lugares públicos unos ritos, unas costumbres, una simbología que practica, va dirigida, o es del agrado, sólo de una parte de la sociedad. Y no sirve el argumento que esa parte de la sociedad es mayoritaria, porque si algún día los musulmanes son mayoritarios, ¿qué vamos a hacer, el Ramadán o la matanza del cordero en el Salón de Cristal del Ayuntamiento? La verdad es que después de tantos años, el movimiento laicista ya no espera nada de esta generación política, pero consideramos nuestra obligación insistir en que la laicidad es un instrumento indispensable para obtener un orden político basado en derechos y obligaciones ciudadanas comunes a todos, y no en identidades étnicas, nacionales, lingüísticas o religiosas.