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«Sursum corda»

Cuando era niño y se acercaba la Navidad, le rogaba a Dios que el Serrano estrenase alguna nueva peli de Simbad, el marino. Si era vieja, incluso si era en blanco y negro, tampoco pasaba nada. Me consolaría con el festival de Tom y Jerry, que era mucho más que un consuelo. La infancia sabe que hay recreo y revelación en cada fábula, y lo sabe porque conoce el camino al centro del laberinto, al jardín de la oca, la alfombrilla bajo la cual se encuentra la llave de acceso a la cámara adamantina donde ya no habrá más pena ni olvido. Ahora, los periódicos publican suplementos y páginas especiales de literatura para niños y los libreros y editores valencianos han preparado su Porrat de Llibres.

Pero yo tenía, desde hace mucho, entrada para el Don Carlo de Verdi en el Palau de les Arts, una ópera que trae a un príncipe enamorado de su madrastra (¿quien dijo Freud?) y enamorador de una princesa vengativa, un abuelo espectral y al gran inquisidor, un padre que es emperador y que se siente burlado en su autoridad y en sus sentimientos ¿Será legítimo sacrificar al hijo como Abraham? (A lo que Bob Dylan le contestó a Yavé: «¿Te estás quedando conmigo?»). Al final el viejo consejero Rodrigo y el príncipe enamorado se confabulan para liberar a Flandes del furor de la Contrarreforma. Flandes es, más o menos, por donde ahora pulula, esto, ejem, sí, el Carles Fuigpelmón, caudillo de la brava Cataluña marañona y al que los cielos no concedieron el don de la sutileza, pero sí el de las relaciones públicas (en varios idiomas).

Eso son historias y no lo que te cuenta Fast&furious 238. Verdi es incomprensible fuera del Risorgimento, la lucha de Italia por constituirse como nacionalidad moderna. Pero se le entiende todo cuando sabes que el libreto, que fue francés antes que italiano, deriva de un drama de Friedrich Schiller, atravesado por el anhelo de libertad, que no es ninguna contorsión romántica, sino el sentido mismo de la vida. Cuidado con la Contrarreforma y con los jueces que condenan a raperos mucho menos peligrosos que un helado de vainilla. Y siempre con el corazón bien alto.

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