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La batalla de las narrativas nacionales

Sin anuncios ni alharacas se celebraron la semana pasada una serie de encuentros culturales en el Convento del Carmen de Valencia, centrados en reflexionar sobre el papel de los intelectuales al hilo de las conmemoraciones en torno al 80 aniversario del congreso de escritores antifascistas, acontecimiento que se celebró cuando la ciudad fue capital provisional de la II República, en el beligerante verano de 1937. No ha sido el primer aniversario ni será el último encuentro organizado en torno a la efeméride.

Fuimos pocos y discretos, no sé si por falta de publicidad, de medios afines a la causa o porque los tiempos han cambiado, definitivamente, y ha pasado a mejor vida el liderazgo del intelectualismo que resultó hegemónico e incontestable entre finales de los 50 y los bulliciosos 80 del siglo pasado.

El debate al que pude asistir no pudo ser más interesante. Moderado por un periodista pugnaz como Juan Cruz, contó con la presencia de dos historiadores de fuste, Isabel Burdiel y José Álvarez Junco. La primera es una especialista más que reputada en el agitado siglo XIX. El segundo, aranés de nacimiento, recriado en Zamora y discípulo del setabense José Antonio Maravall. Ambos han sido Premio Nacional.

Burdiel y Álvarez Junco entraron en harina muy rápidamente para explicar que la idea de nación es una construcción histórica, y que su configuración como ente que requiere de una cierta uniformidad étnica, lingüística y cultural es muy reciente, procede del romanticismo alemán y alcanza su gran momento político con la doctrina del presidente norteamericano Woodrow Wilson tras la I Guerra Mundial.

Conocida es la idea difundida por el mencionado historiador en su reconocida obra Mater dolorosa, en la que reconstruye los avatares de la identidad española para concluir que el país carece de un relato coherente y aglutinador. No confía Álvarez Junco en que las actuales generaciones de políticos españoles en activo sean capaces de desarrollar un proyecto en esa línea, elaborar una narrativa española inclusiva, ciudadana y tan plural como abierta, leal y proyectada al mundo. ¿Están preparados los políticos españoles para ese cometido?, fue la pregunta. «Rotundamente, no», respondió.

Con esas cábalas iniciamos un paseo peripatético con Junco. A escasos días de las nuevas elecciones catalanas, lo que más nos sorprendía era el potente y simplificador relato del nacionalismo catalán respecto de España, el reconocido «enemigo», sobre cuya imagen inversa se construye la utopía catalanista. Y más en concreto la idea según la cual el franquismo, equivalente a represión, barbarie fascista y cuantos males se le quieran adherir, es un acontecimiento típicamente español y sin relación alguna con Cataluña. Tesis cercana a la que atribuye a los pueblos un determinado carácter del que se infiere una determinada conducta ideológica.

Sorprendente formulación estaría negando las masacres cometidas durante nuestra incivil guerra en territorio catalán y durante la posguerra, como si no hubiera habido franquistas catalanes nunca jamás. Al respecto les recomiendo un libro descacharrante, Catalanes todos, de Javier Pérez Andújar. Pero en cualquier caso, esa narración antifranquista, según la cual Cataluña es poco menos que el espacio más democrático, progresista y avanzado de Europa, y nada violento, ha calado emocionalmente en el imaginario de más de dos millones de catalanes.

Esa circunstancia explicaría también el fulgurante crecimiento de Ciudadanos, partido de origen catalán -Albert Boadella, Félix de Azúa y Arcadi Espada estuvieron entre sus evangelizadores- que viene a ocupar el espacio españolista en Cataluña pero sin vínculos con el pasado, ni con la corrupción ni con el tardofranquismo. Ciudadanos, ya sin intelectuales, centrifuga el conservadurismo del Partido Popular y además de tomar los bastiones catalanes impresiona a las élites del Estado que lo gestionan desde Madrid.

Va a resultar obvio, pues, que el estallido catalán trascenderá mucho más en la liquidación del régimen del 78 que los fallidos intentos en dicho sentido de Pablo Iglesias y sus Podemos y mareas. La reformulación del centroderecha español es inminente tras el 21D, entre otras razones porque más allá de Mariano Rajoy, su templanza y buenas maneras para el parlamentarismo a la vieja usanza, no hay nadie más en el Partido Popular a día de hoy.

Si miramos hacia València todavía resulta más clarividente. El PP valenciano, tras gobernar casi un cuarto de siglo, está desaparecido. A la voluntariosa Isabel Bonig apenas le queda recorrido, y si hay algún dirigente capaz entre sus filas anda escondido a la espera de acontecimientos. Solo la incapacidad de los representantes valencianos de Ciudadanos les deja un mínimo aliento de esperanza. Si la formación de Albert Rivera tuviera algún dirigente con proyección valenciana en sus filas hace tiempo que el paisaje político de la Comunidad habría entrado en ignición.

Lo cual es entendible. Si en Cataluña la narrativa alcanza las citadas cotas delirantes, si la de España, siguiendo a Junco, no existe, habrá que pensar que la valenciana, hija híbrida de ambas, rotular entre esas dos construcciones, «impura natione» como tan lúcidamente la definieron Eduard Mira y Damià Mollà, es un ejercicio de funambulismo histórico ciertamente complicado. Nos quedan todavía décadas por delante para conseguir aclararnos.

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