Hay palabras que se vuelven mágicas porque consiguen que al oírlas dejemos de pensar y demos por supuestas toda una serie de asociaciones aparentemente indiscutibles y obvias. Son como teclas de un piano que al pulsarlas nos hicieran suponer toda una melodía. Desde un cierto tiempo «competitividad» es una palabra de esa clase. Las empresas y los países luchan entre sí por ser competitivos, las universidades se hacen competitivas y quieren formar profesionales competitivos, mientras profesores y alumnos compiten entre sí. De manera que quien se declare al margen de la competitividad estará certificando su irrelevancia social y profesional.

En realidad, parece que no importa tanto qué se haga como el hecho de ser o no ser competitivo en lo que se hace, sea lo que sea. Y de ahí que ganar competitividad sea la perífrasis del logro de una mejoría realmente efectiva, y de estar en la buena dirección. Hay verdaderos expertos -obviamente, muy competitivos- en conseguir que las organizaciones se hagan competitivas.

La cinematografía de ficción es abundante en relatos de hechizos e hipnosis que logran automatizar las reacciones de un sujeto mediante la pronunciación de una palabra clave. Incluso cabría preguntarse si no hay cada vez más afición a la auto hipnosis por la que nos concedemos el derecho a dejar de pensar una vez escuchadas ciertas palabras. De ahí esos episodios de fanatización que personas aparentemente normales parecen padecer con pleno consentimiento al hablar de ciertos temas. En nuestras sociedades esas hipnosis reactivas proliferan precisamente por la falta de genuina reflexión personal, y por el abandono de las fuentes de las capacidades críticas, a saber, el cultivo de las ciencias humanas y sociales pero en especial de los clásicos de la literatura, de la historia, de la filosofía y la espiritualidad.

La competitividad consistente en hacer mejor que nadie o tan bien como el mejor lo que se haga, parece un valor incontestable, aunque sea solo en tanto que aspiración. No es necesario que lo que se haga tenga un valor propio precisamente porque se vuelve valioso al hacerlo como el mejor. Por ejemplo, Sísifo fue condenado a subir una roca a lo alto de una colina que siempre rodaba de nuevo para que el desgraciado la tuviera que volver a subir. Es una buena imagen del peso de las rutinas que nos impone la necesidad de ganarnos la vida. Pero las sociedades modernas han inventado un modo de burlar a los dioses y su condena de arrostrar vidas sin sentido: la competitividad. Si se pone junto a Sísifo a otro condenado a la misma pena, de inmediato competirán entre ellos para subir su roca más veces y más deprisa que el otro hasta vencer y coronarse como el mejor€ en cumplir su condena.

La competitividad transforma en juego las más pesadas de las tareas dotándolas de una motivación que empuja a hacerlas interminable y satisfactoriamente. Como dice Camus cuando ensalza al Sísifo feliz de nuestros días, «las cimas del mundo son suficiente aliciente para el corazón del hombre», que no necesitaría más que subirlas el primero para colmar su deseo de ser feliz.

Es posible que la tarea en la que se logra ser el mejor sea una cima pelada de una colina cualquiera en cuya cumbre no hay nada, salvo uno mismo victorioso. Pero eso basta porque Sísifo transforma su condena en motivo para vivir si desde arriba puede verse a sí mismo en los ojos admirados de los demás y enamorase de su éxito, es decir, de su propia excelencia y felicidad. Así que es Narciso quien redime a Sísifo del aburrimiento de una vida desgraciada ocupada en actividades de suyo irrelevantes, pues en medio de toda esa indiferencia se proclama y glorifica la diferencia que logramos para nosotros mismos: ser el vencedor.

El segundo lugar del pódium lo ocupan los que lucharon por conseguirlo, y el tercero los que anduvieron cerca de entrar en esa lucha. Todos los demás son episodios sin nombre de vidas alejadas de las cimas del mundo. Son todos aquellos cuya escasa diferencia no ha logrado compensar la oceánica indiferencia de las cosas en la que nos movemos los hombres comunes, las muchedumbres anónimas. El éxito es la ratificación del propio valor que se expone indiscutible al reconocimiento ajeno.

Además, este darwinismo social en pos del éxito beneficiaría incluso los perdedores a los que dio un motivo para vivir mientras procuraban evitar su insignificante anonimato. Así que el narcisismo competitivo de nuestras sociedades bendice incuso a quienes condena al fracaso dándoles durante un cierto tiempo un motivo a sus vidas.

Sin embargo, lo cierto es que la competitividad anhelante del éxito es un señuelo también para quienes lo consiguen: perseguimos lo que solo tiene valor porque otros muchos lo pretenden por idéntica razón. Como el miedo en las estampidas animales, el éxito moviliza multitudes persuadidas del valor de lo que buscan porque son muchos otros los que lo buscan.

De ahí que tomar el éxito como meta nos haga manipulables e imprima inadvertidamente sobre nosotros los intereses de un mundo que nos entretiene competitivos, mientras cumplimos nuestra condena a no hallar en lo que hacemos más sentido que hacerlo mejor que otros.

Además, consumir la vida como si fuera una competición desvanece el valor del tiempo de una existencia que tiene los días contados. Hegel dice que reducir el trabajo a juego es anestesiarnos de nuestra condición mortal. Así que tal vez convendría pararse en medio de la estampida que persigue el éxito y preguntarse si en esta corta vida que vamos a tener hacemos lo que realmente queremos, y si no valdría la pena tomar la propia dirección y abandonar la manada.

Por raro que suene a nuestros oídos, no es el éxito lo que nos hace felices en nuestro trabajo, sino tener mucho que ofrecer mediante un continuado esfuerzo por lograr la perfección a nuestro alcance en lo que hacemos. El éxito es el placebo del sentido, y la necesidad de éxito es una compensación ansiosa de la falta de reconocimiento interior en lo que hacemos. Esa es la única fuente capaz de saciar nuestro voraz apetito de reconocimiento.