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Julio Monreal

El turismo viene para quedarse

El turismo en la Comunitat Valenciana crece por encima del 15 por ciento mientras es objeto de un intenso debate social sobre su conveniencia, especialmente en las ciudades. Una mayoría ve en él una fuente de riqueza y una minoría, un fastidio. Los expertos aconsejan invertir en él. Va a más

Los especialistas en turismo y los distintos agentes sociales están inmersos en un debate sobre el perfil que conviene que tengan los visitantes de las ciudades, un colectivo de millones de personas que va a crecer en los próximos años y que tiene en sus manos la capacidad de establecer el orden y la jerarquía entre capitales que compiten en una liga mundial.

La pieza más codiciada es el llamado turista cosmopolita, un viajero que elige su destino después de informarse, se traslada en avión, gasta más dinero que la media y lo hace en experiencias locales, y se muestra respetuoso con el entorno patrimonial y ambiental del espacio que lo acoge. Este perfil está en línea con el que definía esta misma semana en València el director general del Consorcio de Turismo de Barcelona, Jordi William, en una jornada organizada por Turismo Valencia: «El turismo de calidad no es el que más gasta, sino el que mejor se comporta».

El problema es decidir quién se adapta al comportamiento de quién. Las ciudades se uniformizan al paso de las sucesivas oleadas de turistas por sus lugares de interés. En el centro histórico de València, en el tramo de calle con más visitantes por metro cuadrado, que es el de la calle San Vicente Mártir, entre las plazas del Ayuntamiento y la Reina, el comercio tradicional valenciano ha cedido su lugar a las tabernas de pintxos propias del País Vasco porque enseñan el producto sobre los mostradores y evitan al viajero elegir en una complicada carta escrita en un idioma que ignoran.

¿Qué atrae a los turistas a las ciudades valencianas? Al margen de las Fallas y otras fiestas, el clima agradable, el abundante patrimonio histórico y cultural, la playa, un entorno seguro y precios más bajos que en sus países de origen, con especial atención en la gastronomía. Todos estos factores constituyen atractivos locales, propios de la Comunitat Valenciana. La oferta y la demanda coinciden, casan, y ahí está parte del secreto de que las pernoctaciones estén aumentando en torno al 17 % anual. Sin embargo, ese es el centro del debate social y político entre una mayoría que aboga por consolidar esas propuestas turísticas e incrementarlas con buenos servicios en busca de la excelencia y la reputación internacional, y una minoría que considera y proclama que el turismo es una molestia, un fastidio que llena calles y plazas y no compensa con su aportación el espacio que ocupa.

Como las cosas no se aprecian hasta que se pierden, conviene recordar que en 2016 el turismo tuvo, solo en la ciudad de València, un impacto económico cifrado en 1.383 millones de euros, dando empleo directo o inducido a 19.751 personas. El propio director de Turismo Barcelona lamenta que su ciudad haya perdido por la inestabilidad televisada del procès una parte de su atractivo, que se mide en caída de visitantes e ingresos, mientras aboga por ofrecer la capitale para el mayor número de públicos posible, desde las parejas homosexuales con dos sueldos y sin hijos hasta las bodas tipo Bollywood, pasando por los aficionados a las caravanas o los padres primerizos.

Y mientras unos lloran lo perdido, otros deshojan la margarita decidiendo si invierten o no en nuevos equipamientos y servicios para los viajeros. El puerto de València aún no tiene una terminal de cruceros para recibir a los 403.564 visitantes que llegaron el año pasado por mar a bordo de 181 grandes buques. Algunos temen que la moda del barco con todo incluido pase y la ciudad se quede compuesta y con un edificio inútil. Sin embargo, el presidente de Turespaña, Manuel Butler, recomienda apostar decididamente por los cruceristas y que la capital pelee por convertirse en puerto base de salida y llegada de líneas, como Barcelona o Venecia, una condición que acarrea pernoctaciones extra tanto antes como después del viaje y permite a las empresas locales convertirse en proveedoras de los grandes hoteles flotantes.

Es evidente que para tener peso y nombre en el mercado turístico hay que preservar y proteger los rasgos que distinguen el espacio propio, que son precisamente los que atraen a los viajeros, al mismo tiempo que se ofrecen servicios de calidad que han de ser comunes a cualquier destino o complementarios a la oferta local. Y aquí los espectáculos pueden jugar un papel fundamental. Según dicen, una buena parte de los espectadores que acuden un fin de semana cualquiera a estadios como el Santiago Bernabéu o el Camp Nou son turistas, visitantes ocasionales. Hay mucha gente dispuesta a coger un avión y dos noches de hotel para asistir a un buen concierto, sea de música pop o una ópera.

Precisamente en este último escenario, el del Palau de les Arts, soplan vientos de mudanza. La salida con portazo del intendente Davide Livermore ha llevado a algunos, especialmente a él, a temer por la línea de trabajo que ha seguido hasta ahora el coliseo. Desde su inauguración en 2005, València marcó una apuesta por grades producciones y grandes figuras, con Lorin Maazel, Zubin Metha y Plácido Domingo, bajo la batuta de Helga Schmidt. El fortísimo arranque permitió situar a Les Arts en esa lista de lugares por los que un turista cruza media Europa y gasta su tiempo y su dinero en noches de hotel y restaurantes de referencia. Después, la crisis económica y financiera y las estrecheces de la Generalitat Valenciana hicieron que el nivel de Les Arts se viera obligado a bajar uno o dos peldaños. Pero aún así se ha mantenido en un nivel aceptable en producciones e inmejorable en público, que llena día tras día las butacas con la colaboración de unos precios que se han moderado sensiblemente.

Aún no ha quedado claro quiénes han sido más torpes, si Livermore o Vicent Marzà y muy especialmente su secretario autonómico Albert Girona, el primero por forzar la incompatibilidad de su cargo con la producción artística en otros teatros y los segundos por pretender abandonar el ámbito internacional de Les Arts en busca de su valencianización. Como señalaba Juan Lagardera desde estas páginas el domingo pasado, se acertó al elegir un Instituto Valenciano de Arte Moderno frente a un Instituto de Arte Moderno Valenciano. Una ciudad pujante como València, que nunca ha estado en los circuitos musicales (en los que se ha visto superada por Bilbao, Sevilla y hasta Gijón) no puede ni debe renunciar a una programación de música culta ni como oferta para su población ni como complemento para su atractivo turístico. Puede que no haya recursos como los de la etapa inaugural de Les Arts, pero al menos hasta el momento se ha mantenido una programación aceptable, y todo ello sin la ayuda del Gobierno de España, que riega con abundancia las butacas del Teatro Real o el Liceo. Por cierto, en este coliseo barcelonés se mantiene una programación de nivel internacional y nadie podrá dudar de su perfil autóctono. Ellos sí han podido, señores de la Generalitat.

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