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Mal arreglo

La crisis política que vive España cumple un lustro y parece no tener fin. Incapaces de hacer bien su trabajo, los dirigentes encargados de buscar soluciones se empeñan, al contrario, en poner obstáculos y así hacen que las cosas vayan a peor. Con tal de ganar posiciones, los partidos huyen del pacto, remarcando las diferencias con sus adversarios, hurgando en sus disensiones internas, sin reparar en el daño que su comportamiento inflige a los ciudadanos y a la convivencia. Para colmo, los desperfectos acumulados durante estos años en la vida política impiden que se encuentre una salida pronta y limpia hacia la normalidad. El gobierno de Rajoy lo ha intentado por la vía de la estricta legalidad, pero la seguridad de que lo consiga se ha visto reducida por diversos acontecimientos de última hora. Era de suponer que el voto de los catalanes iba a arbitrar la disputa generada por el llamado "procés" de forma inapelable, al menos por un tiempo. Sin embargo, tal suposición ha ido desvaneciéndose con el paso de los días por inconvenientes surgidos, unos más previsibles y otros, muy inoportunos.

La encuesta preelectoral del CIS, realizada a finales de noviembre y publicada anteayer, pone de manifiesto que todo lo relacionado con la cuestión catalana es el mayor problema para los catalanes, de los cuales una amplia mayoría de votantes de todos los partidos, independentistas o no, tienen una conciencia clara de que la situación política de la comunidad autónoma se ha deteriorado mucho desde las elecciones de 2015. El sondeo registra también la altísima movilización política de toda la sociedad catalana, su polarización en torno a la idea de crear un estado catalán soberano y un empate entre sus promotores y los que se oponen a dicha posibilidad. En principio, estas son las condiciones ideales para la puesta en escena de una gran decisión democrática: un electorado motivado, un asunto importante y un resultado incierto. Por lo demás, todo consiste en que los partidos compitan por el voto, respetando las reglas, y que al final acaten el resultado sin peros.

Pero el inicio de la campaña electoral no trae buenos augurios. Se puede afirmar ya, sin que se hayan celebrado todavía, y conviene tenerlo muy presente a todos los efectos, que las elecciones catalanas serán únicas en la historia electoral de la democracia española actual, y del conjunto de las democracias avanzadas. Aparte el hecho de que las convocara el gobierno central y la dificultad de hacer un pronóstico fiable, lo que les otorga la categoría de excepcionales son tres circunstancias sobrevenidas, cuya trascendencia, política más que puramente electoral, es posible que no podamos ver hasta el día después.

La primera, que supone una amenaza grave para el buen fin de todo el proceso electoral, es el recurso de inconstitucionalidad presentado por Podemos contra las medidas propuestas por el gobierno de Rajoy en aplicación del artículo 155 y aprobadas por el Senado, que pone directamente en entredicho la disolución del parlamento catalán y la convocatoria de las elecciones. Las dudas que despierta la correcta implementación del artículo citado son lícitas y compartidas por constitucionalistas y sectores de la opinión pública. Por ese lado, solo cabe esperar el pronunciamiento del Tribunal Constitucional. Pero la iniciativa de Podemos, ejecutada el día en que se abre la campaña electoral, arroja una sombra sobre la legitimidad de las elecciones y sus resultados. Es difícil no interpretar el gesto, aplaudido por los independentistas, como la devolución del golpe al gobierno de Rajoy y al PSOE por su oposición a que se votase el 1 de octubre según los planes del gobierno catalán, aunque con ello quede al desnudo la incoherencia en el proceder de Podemos. Otra circunstancia que debiera preocupar es la propensión observada en los candidatos más activos en la precampaña a preguntar al rival si va a respetar el resultado de las elecciones. La insistencia de algunos en esta actitud lleva a pensar que sospechan de la entereza democrática del adversario o que fingen sospechar de él con el único fin de ensuciar su imagen y restarle crédito ante los electores. Más aún, el director de campaña de ERC ha anunciado que su organización hará una vigilancia especial del escrutinio y un recuento paralelo. Es conocido que en nuestro sistema electoral la presencia de los interventores imposibilita el fraude en la contabilidad de las papeletas, pero de esta manera poco decorosa se deja abonado el terreno para una impugnación política de las elecciones.

Otro hecho que enrarece esta campaña electoral es la ausencia del escenario electoral de los dos candidatos independentistas con aspiraciones, Puigdemont por encontrarse fugado, en una situación legal singular, y Junqueras, por permanecer encarcelado, después de que se le denegara la puesta en libertad. La circunstancia de ambos es excéntrica por igual y, aún más que la anterior, un tanto insólita en una democracia. Resulta por ello difícil de calibrar el impacto que pueda tener en la campaña, en el voto y, según sea el resultado, en lo que tenga que suceder a continuación. Pero no cabe duda que es un argumento muy tentador cuando se trata de negar la validez de unas elecciones.

Pensando en que las elecciones sirvan para volver a la normalidad en la política española, incluida la catalana, no puede decirse que la campaña electoral haya empezado bien. Sobre las elecciones se ciernen dudas razonables que deberían estar resueltas hace tiempo y sospechas propagadas deliberadamente por mero oportunismo. Los independentistas ofrecen señales de estar preparándose más para la derrota que para la victoria. Han perdido aplomo y su discurso se ha vuelto desordenado y confuso. Pero lo más importante ahora es que las elecciones no sean anuladas por el Tribunal Constitucional o impugnadas por los perdedores el 21 de diciembre.

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