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¿Toda decisión voluntaria es libre?

Hace poco he tenido la oportunidad de visitar India. Ha sido un viaje corto pero intenso por algunas de las ciudades más emblemáticas del norte de ese enorme Estado. Era un viaje organizado para un grupo muy numeroso y las visitas estaban pautadas al milímetro, así que no había tiempo para pasear por las ciudades a fin de apreciar, aunque fuera muy superficialmente, la forma de vida de quienes las habitan. Mi marido y yo, junto con otra pareja amiga, como ya hemos hecho en otros viajes, decidimos renunciar a alguna de esas visitas y aventurarnos por las calles de las ciudades. Desde el primer momento del viaje, al haberme informado antes y corroborado por las magras explicaciones del guía local, sabía que India es uno de los peores países para las mujeres. Lo que nunca imaginé fue cómo lo íbamos a experimentar personalmente Carmen y yo.

Deambulábamos al anochecer por las calles de Jaipur, la ciudad rosa, los cuatro. En una de las innumerables tiendas que se suceden a lo largo de una arteria principal de esta ciudad, capital del estado de Rajastán, preguntamos dónde podríamos tomar una cerveza local. Nos indicaron que encontraríamos un bar al final de la calle. Lo localizamos de inmediato y entramos. Éramos las únicas mujeres en un local repleto de hombres cuyas miradas, primero de sorpresa e inmediatamente de predadores, nos dejaron, literalmente, contra las tablas. Sentimos miedo. Nuestros maridos estaban apenas a un metro de nosotras, ante la barra, pidiendo las cervezas. En esos pocos minutos que transcurrieron hasta su vuelta, ambas decidimos, siempre con la mirada baja, colocarnos un «bindi» rojo en la frente, es decir, un símbolo de mujeres casadas y, por tanto, con «propietario», esperando que eso pudiera desviar la atención sobre nosotras, como así fue, en parte. Ellos, al volver de la barra, pensaban que nuestro punto rojo entre las cejas era por hacernos las graciosas. Ni se percataron de nuestro miedo ni lo entendieron cuando se lo contamos. Y seguro que todavía comprenderán menos cómo nos sentimos al ponernos aquel punto rojo que nos marcaba. Fue humillante y frustrante ¿Alguien nos obligó a hacerlo? No ¿Lo hicimos voluntariamente? Sí ¿Fue una decisión libre? Obviamente, no. Fue una decisión condicionada por el miedo a ser agredidas sexualmente. Estábamos desafiando claramente las normas de género, que prescriben que ciertos espacios y actividades son netamente masculinos.

En aquella sociedad esta normatividad de género (aunque legalmente rija el principio de igualdad) está socialmente muy arraigada, pero en las sociedades occidentales sigue también, en muchos sentidos, vigente. Transgredir esa normativa social que marca espacios y roles distintos para mujeres y hombres tiene un precio que, en ocasiones, es demasiado alto. Someterse voluntariamente a esa normativa no se puede calificar como libertad.

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