Qué conclusión extraer de esta campaña catalana, tan extraña? Creo que una principal. La autorreferencialidad de dos partes en liza. Este hecho demuestra que la sociedad española (incluida aquí la sociedad catalana independentista) tiene un problema con la democracia. Que dos grupos sociales, que conviven en un pequeño territorio, que han compartido una larga historia de encuentros y desencuentros, de fracasos y éxitos históricos, no estén en condiciones de generar un mínimo denominador común capaz de fomentar el entendimiento, implica que viven encerrados en hábitos de pensar, estilos de sentir y formas de vivir que tienen elementos patológicos. Por supuesto, la manera en que los independentistas han desplegado sus argumentos es exagerada, injusta y a menudo brutal con España. Pero cualquiera que asuma en algún sentido una parte de los argumentos catalanistas críticos con España, siquiera sea para evaluarlos con fría distancia, también verá comprometida su capacidad de hacerse entender por parte de sus conciudadanos constitucionalistas y quedará situado en una posición muy incómoda ante sus interlocutores españoles.

Es como si hubiéramos perdido la capacidad de hablar críticamente del independentismo sin mantener una dimensión crítica con las instituciones españolas y, sobre todo, con su Gobierno. Y eso es también una patología, que se cierra en bucle cuando la última pregunta que alguien nos arroja es esta: ¿Y qué capacidad de autocrítica presentan los independentistas? Su brutalidad nos da derecho a la brutalidad propia. Es una ceguera que cubre a otra. Entre las dos partes creamos entonces una sociedad enferma, que no puede avanzar. La consecuencia es que cada uno de estos dos grupos sociales espera producir en el otro el peor efecto posible, la enfermedad más aguda, la crisis más grave, la perversión más nefasta, la involución más drástica. En eso, este enfrentamiento se parece a una guerra y por eso parece claro que la aspiración es que toda la cuestión se sentencie en una clara diferencia entre vencedores y vencidos.

El sueño de que esa sentencia sea definitiva es lo que hay detrás de la aspiración de independencia, pero también detrás del sueño de gobernar Cataluña con Arrimadas. Que después de todo lo visto y pasado ninguno de los dos bloques tenga otro discurso, prevea otro escenario, aspire a otro curso de acción, muestra una rigidez mental impropia de la democracia, que es sobre todo compromiso, flexibilidad, protección del que queda en minoría, y atención a los derechos fundamentales del diferente. Lo más patético es que esta actitud profundamente excluyente se quiera proteger con un discurso que invoca la práctica del amor como forma de integración política. En este sentido, el discurso de Junqueras, con su específico tono supra-político, se muestra como el más entregado a una patología. Él proyecta categorías valiosas en el ámbito de la vida religiosa sobre el terreno completamente diferente de la vida política, donde el amor no está prescrito, ni tan siquiera recomendado, y donde uno tiene que construir formas de convivencia con aquéllos que rechacen practicarlo. En el terreno de la política, centrarlo todo en el amor es decir solo la mitad de las cosas. El antagonismo inevitable de la vida política se connotaría entonces como odio. Y eso llevaría al desastre.

Esa invitación a la formación de una comunidad casi religiosa es la manera más rápida de ignorar y despreciar como inhumanos a quienes no quieran entrar en ella. Es de la misma naturaleza impolítica que la defensa de la actitud del Gobierno y de tantos otros españoles con el recurso a la legalidad. Amor y legalidad son pésimas bases para la formación de una comunidad política sana. Claro que la Constitución española tiene la ventaja de que ha demostrado ser compatible con las fuerzas catalanistas (algo que una futura constitución de una Cataluña independiente no podría demostrar a priori con las fuerzas españolistas en su territorio). Pero a una gran cantidad de ciudadanos, a esta y a la otra parte del Ebro, no se le puede callar la boca con la legalidad cosificada. A la pregunta acerca del futuro de nuestra sociedad no se puede contestar una y otra vez con una legalidad inmutable. Eso es tan extraño como contestarle con el abrazo amoroso. Rajoy y Junqueras pueden ser, uno, un administrador riguroso de un fideicomiso eterno; y el otro, un predicador de barrio, pero eso no los hace políticos democráticos.

Lo que hemos visto en la campaña no es menos raro que lo que ya vimos en los días anteriores de la decisión de aplicar el 155. Pero con todo, nos permite comprobar que el sector independentista prefiere mantener el contencioso abierto y esperar una oportunidad. De esa previsión no hay que excluir que Puigdemont se convirtiera en un presidente en el exilio, lo que cerraría el imaginario preferido por los independentistas: construir una identidad forzada entre la democracia española y el franquismo. Eso supondría asumir la blasfemia de que lo se ha cerrado durante el mes de octubre en Cataluña es algo parecido a lo que se cerró con la Guerra Civil. Quien esté en condiciones de fantasear con esas representaciones, ya confiesa su delirio, su incapacidad para detectar su propia patología, su megalomanía victimaria. Representarse al otro de la peor manera posible es transformarse un poco en aquello que le atribuimos. De verdad da miedo pensar que algún día puedan operar sin inhibiciones quienes se instalan en la selva mental de esas representaciones.

Pero la fe de que habrá oportunidad en el futuro quizá cuente con el supuesto adicional de que la situación europea y mundial está hoy atravesada por una falla de inestabilidad tan extremadamente profunda, que incluso una persona como Puigdemont, manteniéndose en su refugio flamenco, pudiera ser el hombre de una futura ocasión. Este supuesto no es completamente insensato, por mucho que hasta ahora sea el deseo secreto de muchos cómplices, unidos por el resentimiento ante la historia. Desde algunas repúblicas bálticas hasta la bella Córcega, de nuevo el principio de las nacionalidades puja por convertirse en el fundamento absoluto del orden político futuro. En medio, grandes naciones como Polonia y Hungría se refuerzan con el apoyo de Estados Unidos por si en algún momento surge la necesidad de retar a la Unión Europea con nuevas salidas. La alianza de Trump y Putin puede significar una activación del mismo principio que destruyó las formas federativas del pasado, aquel principio de las nacionalidades que Gran Bretaña manejó tan sabiamente y que hoy ya no puede manejar con la misma solvencia sin autodestruirse.

No debemos ignorarlo. El conflicto que hoy tenemos planteado en Cataluña conecta de forma directa con esa falla de inestabilidad mundial, y todavía podemos sentirnos felices de que el movimiento telúrico central no haya llegado a su cénit justo cuando el problema catalán alcanzaba su punto de tensión máxima. Por eso, la prudencia recomienda aprovechar este desfase de agenda, que hasta ahora condena a Puigdemont a la soledad, para desactivar el problema catalán. Y para eso, visto lo visto, necesitamos componer el eje entre Iceta y Domènech. Que el máximo número de votos de la ciudadanía catalana vaya a estas dos opciones sería la buena noticia del 21 de diciembre. Pues ambos coinciden en una cosa: mantener las instituciones catalanas como ámbito de integración de mayorías y de minorías, como lugar de la reversibilidad democrática de juicio y de voto, como punto de partida de una racionalización de las realidades catalanas no contradictoria con la posibilidad de racionalizar las realidades españolas, como lugar en el que negarse a considerar al otro como amigo o enemigo, vencedor o vencido. Claro que no sumarán para formar gobierno, pero si acuerdan entre sí un programa de reducción de escalada, obligarán a las demás fuerzas a mover ficha, bajo la condición de que los independentistas no puedan formar gobierno. Y en la lógica del largo plazo, ésta es la única buena noticia que podemos esperar de estas Elecciones.