La escenificación del intento separatista catalán con su aire de ópera bufa ha enardecido la pasión por lo español, y se ha podido comprobar que los nacionalistas periféricos son tan patriotas como los centralistas nostálgicos del Estado de las 50 provincias. Los centralistas, no sólo del PP, también los socialistas, se han reservado siempre la exclusiva del amor a España y se han afanado por confundir nacionalismo con separatismo. Por eso resulta alentador esperar que el nuevo clima dialéctico creado por la reacción antiseparatista sin fisuras, tranquilizará un inminente debate territorial que requiere la percepción de un patriotismo compartido. La tragicomedia del separatismo catalán ha alejado de nosotros al espantajo separatista enarbolado hasta ahora por los conservadores inmovilistas de derechas, y de izquierdas, para asustar a los votantes progresistas.

Ha sonado el disparo de salida del debate territorial. En el Congreso se acuerdan comisiones de estudio para la revisión del modelo territorial, y la modernización del Estado Autonómico. El PP deja claro que a ellos no les gusta el tema y que la Constitución sería mejor dejarla como está. Pero ya nada será igual; el proceso de revisión territorial irá superando sus fases y, durante los próximos años, irán aflorando las conclusiones de un largo debate. Las conclusiones se plantearán como opciones políticas de transformación territorial para ser votadas por los españoles de cada territorio, en sucesivos referendos que bien pudieran culminar en un gran referéndum peninsular donde se decida la creación de la Confederación de Países Ibéricos.

Es presumible que la pasión por lo español no se extinguirá en los futuros territorios reconfigurados; por el contrario, el largo debate territorial que preceda a la reconfiguración de nuevos territorios nos permitirá conocer mejor la historia secular de nuestros desencuentros. Nos sentiremos menos reticentes que hoy ante el hecho de ser españoles, cuando sintamos que se ha hecho justicia histórica y se han superado diez siglos de absurdos y cruentos repartos territoriales acompañados de tiranía cultural y religiosa, impuestos en un macabro juego de tronos. Nos sentiremos españoles tan normales y entusiastas como se sienten hoy suizos los ciudadanos confederados de Lucerna, o de Berna; los alemanes de Hamburgo, de Sajonia, o de Baviera; los norteamericanos de California, de Nueva York, o de Mississipi. Como se sienten hoy rusos los ciudadanos de cualquiera de los 85 sujetos federales (22 repúblicas de status diferentes) que integran la Federación de Rusia, incluida Crimea desde hace sólo tres años.

Los procesos de reconfiguración territorial en el mundo parecen no tener fin. En el caso español, hoy, un ejercicio inquietante de prospectiva hace previsible un mapa de la península ibérica sin la siniestra raya fronteriza internacional que nos priva del perfil atlántico portugués, de afilada nariz lisboeta y prominente mentón algarveño. Para imaginar mejor el futuro mapa, recordamos que hace mil años existía el Reino de Galicia, del que formaba parte, al sur del Miño,. el Portugal de hoy ¿Cómo se relacionará mañana Galicia con sus hermanos portugueses? Iberos mediterráneos y celtas atlánticos impondrán una especie de «genotipo político» a una previsible nueva celtiberia peninsular que limite con la otra Europa por la cordillera pirenaica.

Una probable casuística «a vuela word»: ¿optarán los extremeños pacenses por unirse a la Andalucía de añoranza andalusí? ¿Qué clase de relación con Euskadi deseará una mayoría de cántabros? ¿Qué dirán los castellanomanchegos cuando los habitantes de la singular provincia autonómica de Madrid decidan conservar sus privilegios a ultranza? ¿No querrán los extremeños de Cáceres completar la ancha Castilla? ¿Dónde querrán ir a parar los albaceteños? ¿Qué relaciones desearán establecer entre ellos, los alicantinos del sur con sus paisanos de Murcia? ¿Qué pedirá la mayoría de los canarios desde el otro Continente? ¿ Qué reivindicarán las mayorías de Aragón, Navarra, y La Rioja? Y en el supuesto de mayor trascendencia para España: ¿Qué estructura política habrá de tener el Estado Español para hacer realmente viable el corredor mediterráneo que afecta, de norte a sur, a Cataluña, Valencia, Murcia y Andalucía? Tan sólo la estructura federal avanzada permitiría los indispensables pactos interregionales.

Puede profetizarse sobre lo que dirán los vascos y todos cuantos disfrutan de privilegios históricos: eso no se toca. Y, en realidad, habrá que ir tocándolo todo a lo largo del camino hacia una Constitución liberada de sus cargas originales procedentes de un arduo pasado con ruido de sables.

Muchos españoles desean dejar esta España nuestra como está, y seguir entonando el chotis Madrid, Madrid, Madrid, pero no parece posible. Hasta el Estado de las Autonomías tiene ya fecha de caducidad.

Arrastramos cuarenta años de carencia de política real y el debate territorial va a ser apasionado. Se acerca un tiempo de ciclogénesis en el que ejercer la política va a tener más de sacrificio que de privilegio.

Aunque suponga calentar más sus meninges ¿no podrían nuestros diputados abandonar su rutina de parcheo constante y abordar con vergüenza torera el gran debate en torno a la organización territorial al sur de los Pirineos?