Ante la iniciativa de quitar de una serie de centros educativos el nombre del ilustre valenciano José Luis Villar Palasí quisiera exponer algunas ideas con la intención de que sea reconsiderada.

En primer lugar deseo expresar que es de absoluta justicia explicitar el máximo reconocimiento a cuantas personas sufrieron privación de sus derechos, tortura y cárcel por combatir directamente el franquismo. Dicho esto, ese reconocimiento no lo veo en contradicción con la admiración y gratitud que también merecen otras personas que contribuyeron a mejorar la situación de la población española desde otros planteamientos o estrategias. A partir de 1959, mejoró en España la economía, la cultura, la vida en general. Esas mejoras se debieron fundamentalmente a la labor de muchos españoles: unos desde sus puestos normales de trabajo; otros desde organismos oficiales. Generalmente se admite que, entre los efectos de esas mejoras, destacaron dos: de una parte, se apreciaba una disonancia cada vez más insoportable entre la modernización de la sociedad y el inmovilismo del régimen político; de otra, con ellas se preparaba a la sociedad para su tránsito hacia la democracia.

Estudiando sin prejuicios ese período de la historia de España, creo que es innegable la gran influencia de Villar Palasí en esas mejoras, especialmente en dos ámbitos: el Derecho Administrativo, materia de la que era catedrático, y la educación cuya cartera ocupó entre los años 1968 y 1973.

Centrándonos en la educación, hay que reconocer la gran importancia de su ministerio fundamentalmente por la elaboración de un Libro Blanco (La educación en España: bases para una política educativa, 1969) y por la aprobación de Ley General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa de 1970 (LGE). Respecto al Libro Blanco se trata de un excelente y riguroso examen y diagnóstico de la educación en España. Además de la inteligencia con la que está hecho, llama la atención la valentía con la que se abordan y califican los problemas pues al hacerlo así, 30 años después del final de la Guerra Civil, se estaba señalando como responsable al régimen franquista. En sus páginas encontramos afirmaciones que son duras denuncias: «€la organización de la educación en España suscita serios reparos. Las posibilidades de acceso a la educación están muy condicionadas por la categoría socio-económica de las familias»; o «En rigor (€) podría decirse que coexisten en nuestro país dos sistemas educativos: uno, para las familias de categoría socio-económica media y alta, y otro para los sectores sociales menos favorecidos». También aparecen datos enormemente críticos como que el gasto público en educación por alumno era en España, respecto a la media de los países europeos, nueve veces menor en Primaria y Secundaria y 14 veces menor en Superior.

No menos valiente era la LGE. Pretendía que se financiase creando nuevos impuestos netamente progresistas sobre las retribuciones de los presidentes y vocales de los consejos de administración, sobre los beneficios de las sociedades, o un aumento del impuesto general sobre el tráfico de las empresas...

Con todo, lo propiamente revolucionario de la LGE era la sustitución de una estructura del sistema educativo duramente elitista por otra basada en la comprensividad. El Libro Blanco había destacado cómo, por razones fundamentalmente económico-sociales, el sistema educativo español iba expulsando, en edades muy tempranas, a la gran mayoría de sus estudiantes: «En resumen, de cada 100 alumnos que iniciaron la Enseñanza Primaria en 1951, llegaron a ingresar 27 en Enseñanza Media; aprobaron la reválida de Bachillerato elemental 18 y 10 el Bachillerato Superior; aprobaron el Preuniversitario cinco y culminaron estudios universitarios tres alumnos en 1967». Para solucionar este problema se proponía sustituir esa serie de barreras, insuperables para la gran mayoría de estudiantes provenientes de las clases populares, por una enseñanza comprensiva como ya se hacía en los países nórdicos. Así, se establecía una nueva etapa, la Educación General Básica (EGB), que durante los ocho primeros cursos funcionaría sin expulsar a ningún alumno y que sería obligatoria y gratuita.

Como cabía suponer, la labor de Villar Palasí encontró oposición en muchos sectores. Dentro del franquismo porque pronto se vio que se trataba de ir en dirección opuesta a la que se había seguido desde la Guerra y lo primero que se hizo fue rechazar su financiación; en la poderosa jerarquía eclesiástica que durante el franquismo había multiplicado sus centros educativos y, frente a su invocado principio de subsidiariedad (el Estado sólo debía de tener centros allí donde la iniciativa privada no lo hiciese), la LGE, en un lenguaje próximo a la Constitución de la II República, declaraba que «La educación, (€) a todos los efectos tendrá la consideración de servicio público fundamental€»; y el rechazo o la negación de cualquier apoyo por parte de las personas y movimientos, ajenos u opuestos al franquismo, pues la ley provenía de un ministro y unas Cortes franquistas. La LGE tendría su mejor aplicación en la democracia. Primeramente, a partir de los Pactos de la Moncloa pues partidos y sindicatos exigieron mayor financiación para la educación y, seguidamente, con la aprobación de la Constitución de 1978 que hacía exigible a los poderes públicos la financiación del derecho a la educación.

Por lo tanto, en ese intento de eliminar el nombre de Villar Palasí de unos centros educativos encuentro bastante desconocimiento o ligereza. Reitero, por lo tanto, mi petición de que los promotores desistan o de que encuentren el mayor rechazo democrático.