Ahora que los gobiernos han declarado la guerra al azúcar, subiendo los impuestos para frenar el desbocado gasto sanitario (diabetes y obesidad), los chocolatólogos blanden las excelencias de este manjar, invocando sus mágicas propiedades. Porque, aclaran, el chocolate contiene la vitamina B3, que se considera un poco el ángel de la guarda de las arterias, con el argumento añadido de la capacidad antioxidante del cacao, 3 a 4 veces superior a la del té.

Desde hace años, cuando arrecian las temibles Navidades, llega a casa, sigilosamente, un paquete al que acompaña una tarjeta, con el regalo de un amigo muy especial. Se trata de una elegante caja gris plateada, envuelta con un lazo azul, blanco y rojo (recuerdo de la bandera francesa) y una sencilla pegatina, Wüthrich. Despojada del oropel, aparece un tesoro color rojo carmín, dentro del cual se encuentran S.M. los chocolates.

Son Los Giscard, feliz hallazgo de un confitero de Lausanne, Jean Wuthrich, que hace décadas inventó un nuevo praliné, entonces denominado Rigoletto, en homenaje a los amantes de la ópera, adictos asimismo al chocolate. Se trata de una concha de chocolate, rellena de un caramelo líquido y una ganache (nata mezclada en caliente con chocolate en trozos, a partes iguales), todo ello recubierto por una teja de almendras. Cuando se abre la caja embaucadora, rojo pasión, se distinguen tres filas de quince bocados de chocolate, en una síntesis jubilosa que funde la ternura con el crujiente y la sensualidad del cacao con el picante del caramelo.

La leyenda de este chocolate de élite nace como consecuencia del ardor que mostró el entonces presidente de la República Francesa, Valery Giscard d´Estaing, que adoraba los placeres, entre ellos el chocolate negro del que era un verdadero experto, y de los que cada Navidad abastecía el palacio del Eliseo a donde llegaba un buen acopio de cajas. Hoy, el negro marca status social y es sinónimo de distinción y buen gusto. Entre el laboratorio y el tea-room, en la avenida Juste-Olivier, de Lausanne, bajo una marquesina Belle Epoque, trabaja una veintena de personas que manufactura, en tiempo normal, 5.000?piezas por semana y tres veces más antes de que den comienzo las fiestas navideñas, tiempo en el que un príncipe árabe anónimo suele parar su lujosa limusina delante de la confitería para ir de compras con sus escoltas.

En la confección de Los Giscard, que viajan desde Suiza al mundo entero (Estados Unidos, Canadá, Arabia Saudita, China y Francia), se utilizan solamente los chocolates Lindt y Cailler y la producción se lleva a cabo a lo largo de tres días: el primer día se vierte el chocolate en un molde para hacer la concha. El segundo se llena la concha con caramelo líquido y después la ganache que se deja enfriar. Y el tercer día, se coloca la tapa que se suelda al chocolate.

Los amantes del chocolate forman una secta y sus miembros se reúnen en París, en la Puerta de Versailles, donde se juntan 500 especialistas procedentes de los cinco continentes. Los países que más chocolate consumen son Alemania (11,5 kgs por habitante al año), Suiza (11) y Austria (8,5). El cacao procede principalmente de Costa de Marfil aunque los expertos saben que degustar los que vienen de Perú, Nigeria o la República Dominicana son de gran cilindrada.

El que da nombre a estos miríficos chocolates, a quien tuve ocasión de tratar y soportar a finales de los finales 70, ha sido un hombre inteligente, insoportable y exquisito, arrogante con España y poco amigo de la entrada de nuestro país en la Unión Europea, a la que se opuso cuanto pudo. Lo contrario que con el Reino Unido, pues fue gracias a él que los ingleses se convirtieron en un Estado miembro, con el final conocido. Sin happy end en ambos casos.

Para medir un trazo muy marcado de la naturaleza del personaje, baste con relatar que, a mediados del pasado mes de julio, el nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, respetuoso de la cortesía republicana, visitó en su domicilio a Giscard, quien tras alabar la juventud y la vitalidad de Macron, al final de la entrevista, saliendo ya hacia la puerta; le espetó: «qué pena que no haya tenido usted la ocasión de servir a un gran presidente». Cuando se lo contó a sus próximos, la hilaridad fue extrema. Claro que hay que ser compasivos con la senilidad, que permite guardar los buenos recuerdos y tomar los sueños por realidades, y puede llegar a hacer estragos.

Ahora que ya no ocupa el Palacio del Eliseo no sé cómo se las arreglará para seguir disfrutando de placeres tan adictivos que llevan su nombre. Supongo que la familia Wuthrich habrá encontrado la manera de hacerle llegar al menos, son suizos, un paquete como el que acabo de recibir, con una pequeña tarjeta de visita y un sobrio ¡Felicidades!