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El brexit de Cataluña y el problema de Rajoy

Como estaba cantado, las elecciones catalanas del 21 de diciembre no han terminado por resolver ningún problema. Al contrario. Ni se soluciona la fractura ni tampoco se allana el camino para cerrar heridas que costará muchos años de cicatrizar. Si es que llegan a sanar algún día. La sociedad de Cataluña, en realidad, son dos mitades casi iguales y monolíticas que viven de espaldas. Hasta el punto de que los electores catalanes se decantaron en estas comicios convocados por el Gobierno de Mariano Rajoytras la aplicación del 155 por las opciones del «Brexit». Las dos candidaturas que mayor grado de ruptura podían generar, respectivamente, con el sistema nacionalista catalán que ha dominado, con algún paréntesis, la escena política en ese territorio desde la Transición; y con el poder de España. Y esas dos alternativas, algo que se fue percibiendo y madurando durante la campaña, se correspondían con las siglas de Ciudadanos y su líder Inés Arrimadas. Y, contra todo pronóstico en tanto que todas las encuestas apuntaban a Esquerra Republicana de Catalunya como la fuerza que lideraría el independentismo, con la lista encabezada por Carles Puigdemont, el presidente relevado tras la aplicación del 155 y ahora en Bruselas para evitar la detención policial.

Aunque algún detalle pueda escapar a la lógica con la que se analiza esta situación en el resto de España, eran las dos marcas que ofrecían un relato más estimulante para los electores catalanes. Ciudadanos suponía la mayor expresión de cambio. El discurso más nítido contra el «procés» independentista. El único capaz de devorar al PP, de despertar del letargo de la abstención a esa «mayoría silenciosa» de Cataluña que no votaba en las autonómicas hasta elevar la participación a cerca de un 82% y de romper la hegemonía nacionalista. Y votar a Puigdemont, para los independentistas, era darle la papeleta al candidato que ellos consideraban el presidente legítimo frente a una ERC, a la que las encuestas daban claramente como primera fuerza hace dos meses y que se diluyó poco a poco sumida en la desorientación por el encarcelamiento de su timonel Oriol Junqueras junto al error de dar el liderazgo a una Marta Rovira superada por los acontecimientos. Puigdemont, entre el disgusto de una parte de sus correligionarios, acertó en casi todo. Ocultó sus siglas -PDeCAT- ahora desconocidas, llenó su lista de personalidades del catalanismo alejadas del partido que protagonizó algunos de los escándalos de corrupción más graves de la actual etapa democrática y se encomendó a un lema de campaña con mensaje al corazón del independentismo: «La lista del Presidente»

Hace apenas una década, la formación de Albert Rivera era una formación residual en Cataluña con apenas tres diputados. Y anoche, sin embargo, se apuntó un resultado histórico. Estratosférico: se convirtió en la primera fuerza política no nacionalista que vence en unas elecciones catalanas. Tanto en número de votos -subió en más de 300.000 papeletas para acercarse a la barrera de 1,1 millones- como también en escaños -once más- a costa de aglutinar a casi todo el electorado unionista después de la debacle del PP, con la peor cosecha de toda su serie electoral -tres diputados- y compartiendo grupo mixto en el Parlament con los radicales de la CUP, que también sufrieron una severa derrota. Y de taponar al PSC de Miquel Iceta, con una estrategia que pone en un problema a Pedro Sánchez y que se estanca con un mensaje de reconciliación entre un bando y otro que, ahora mismo, no vende en un escenario monopolizado por los extremos y que convierte a los socialistas en intrascendentes.

Un resultado espectacular de Ciudadanos que, sin embargo, no le va a permitir gobernar. La paradoja de este 21-D es que la victoria de Inés Arrimadas no impidió que la suma del independentismo -la unión de Puigdemont, ERC y la CUP- revalidara la mayoría absoluta con 70 escaños, sólo dos menos de los que tenía. Entre Junts per Catalunya y ERC cosecharon 66 escaños - cuatro más que juntos en 2015- y 1,9 millones de votos. Un resultado notable que evidencia el nivel de movilización que sigue teniendo el independentismo a pesar de tener a parte de sus líderes en la cárcel o en Bruselas y de la altisima participación. Tiene mayoría para formar gobierno pero, desde luego, su situación alimenta la incertidumbre. Hasta ocho candidatos de Junts per Catalunya y ERC -incluido el propio Puigdemont, que si vuelve a Barcelona sería detenido- están en una situación muy complicada para tomar posesión del escaño por su situación legal. Y no parece sencillo, además de los problemas judiciales, que las dos principales fuerzas independentistas se pongan de acuerdo sobre la figura de un aspirante de consenso para poder elegir presidente.

Anoche mismo un Puigdemont que se ve reforzado y crecido pedía en Bruselas su restitución en el cargo. Cuentan, en todo caso, con una alternativa aritmética. Como gesto de una cierta distensión podrían sortear el acuerdo con los radicales de una CUP ahora menos necesaria después de que sus electores se unieran al voto útil independentista -perdieron unos 150.000 sufragios y más de la mitad de sus diputados- y, acto seguido, tentar a los ocho escaños de En Comú, la formación de Ada Colau y Xavier Domènech, otra gran derrotada -baja tres escaños- que certifica de alguna manera el descenso que viene sufriendo en toda España el proyecto que lidera Pablo Iglesias. Una escena endiablada.

Pero es que, además, el nuevo gobierno que pueda surgir de la mayoría independentista tendrá enfrente a un Rajoy, responsable de la aplicación del 155 en Cataluña y por tanto que ahora tiene que decidir sobre su derogación, que sale muy tocado. Un auténtico desastre para el presidente del Gobierno: gran éxito de Ciudadanos, su competidor directo por el espacio de centro-derecha con un resultado que puede contagiar a otras zonas de España; sin evitar la mayoría absoluta de los independentistas; y con un descalabro para la candidatura popular que encabezaba Xavier García Albiol, última fuerza y casi invisible. En cualquier caso, la alta participación -cerca de un 82%- radiografió casi con exactitud, pese a la victoria de Cs y a la mayoría nacionalista, la fractura de una sociedad catalana dividida casi al 50%. Y ese resultado, al que se suma la preocupación por la caída que sufre la actividad económica, obliga a todos a una reflexión. Después de estas elecciones, queda claro que no hay una mayoría para continuar con el «procés» pero tampoco la tiene el bando constitucionalista. Hay que escuchar a todos. Y eso obligaría a ambas partes a abrir el diálogo.

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