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De 'Juego de tronos' a 'The Crown'

Ahora que han terminado los episodios nacionales con las elecciones catalanas -¿o no?-, es hora de volver a las tribulaciones cotidianas y olvidarnos, siquiera de momento, de los problemas a los que nos abocan los políticos de este tiempo, inquieto por tantas interrogantes sobre el futuro acelerado.

En medio de nuestra tormenta identitaria se ha reactivado el mercado editorial de los libros de historia, y con él se asienta la idea del relato sobre la misma: la historia no es un acontecimiento objetivo sino una interpretación. Ahí llegamos todos, y al convencimiento de que quien controla la construcción de ese relato termina siendo el dueño de la historia. Desde La Iliada que esto es así.

En nuestro imaginario mucho más contemporáneo, el advenimiento del cine propició una amplificación del fenómeno historicista a una escala impensable hasta entonces. Los norteamericanos fueron los primeros en comprenderlo y en actuar al respecto tras producir en 1915 la gran biblia originaria del cine histórico y su gramática, El nacimiento de una nación, de David Wark Griffith. A partir de entonces no ha habido régimen político o nación medianamente desarrollada que no haya dedicado esfuerzos a producir sus películas de autopropaganda con la historia como telón de fondo. Los soviéticos, de hecho, no anduvieron a la zaga de Hollywood gracias a la figura de Serguei Eisenstein y su Acorazado Potemkin (1925).

En nuestro país, el cine fue una herramienta bélica más durante la Guerra Civil, y al término de la misma el propio general Franco tuvo la osadía de escribir, o dictar, el argumento -que no el guión técnico- de la película Raza. Fue precisamente una compañía valenciana, Cifesa, la que iría produciendo también buena parte del cine histórico a la española, bien hecho pero con rancias y hagiográficas narraciones: La leona de Castilla, Alba de América€

Pero de un tiempo a esta parte resulta muy difícil hacer cine histórico, es demasiado caro y las ideas que circulan ya no pueden ser tan maniqueas ni los personajes tan simples como para resumir episodios de la historia en apenas una hora y media, el máximo tiempo que las nalgas pueden estar sentadas en una butaca sin padecer en opinión de John Ford. El cine ha terminado por sucumbir a las series de televisión, cuya duración se adapta a las circunstancias de la audiencia y pueden verse en el sofá o incluso en la cama.

Los canales de pago han rematado al cine clásico, y usted ya no es nadie si no anda suscrito al Plus o paga sus mensualidades al Netflix o al HBO. Series como Los Soprano, la revisión del género mafioso para televisión por parte de los amigos de Martin Scorsese, han mostrado el camino a los aficionados adultos, mientras otras como Juego de tronos lo han hecho con los jóvenes amigos de las epopeyas fantasiosas.

Poco de histórica tienen, sin embargo, las luchas de los reinos del imaginario medievo que describe Juego de tronos. Alargada como una interminable longaniza -anda ya por la séptima temporada y lo que te rondaré€-, la serie que cautivó a Pablo Iglesias resulta un cóctel del aspecto más bélico de Tolkien y los juegos de rol con los dramones familiares y cortesanos de Shakespeare más rasgos de leyendas celtas y escandinavas. No hay el más mínimo atisbo didáctico para comprender el pasado, todo es sencillo entretenimiento aunque Iglesias ha querido ver en la serie un revelador fresco de la condición humana y sus ambiciones, al menos hasta padecer él mismo en Podemos la agitación de las luchas por el poder.

Todo lo contrario ocurre con The Crown, la serie sobre el reinado británico de Isabel II que acaba de estrenar de golpe en nuestro país toda su segunda temporada. The Crown es el mejor ejemplo de cómo la recreación histórica audiovisual, bien hecha, es un arma divulgadora de extraordinaria capacidad. Resulta impagable el capítulo dedicado al caso Profumo, que costó la caída del gabinete Macmillan por sus implicaciones entre el espionaje soviético y la prostitución de lujo, así como el que desgrana las vicisitudes de las hermanas nazis del Duque de Edimburgo con la escena del entierro de una de ellas en Darmstadt o los vidriosos detalles de la mismísima conspiración proalemana de Eduardo VIII (extraordinario el actor Alex Jennings, formado en la Royal Shakespeare Company).

Honestidad y distanciamiento, capacidad crítica, suficientes recursos para los efectos especiales que ya son capaces de reproducirlo todo y un buen vestuario. Esas son las bases para un buen serial histórico. Aquí solo tuvimos un lujoso vestuario en Carlos, rey emperador que produjo TVE, de lo que incluso carecía su antecesora, Isabel, dedicada a la monarca católica. Ahora, la televisión local Xarxa anuncia la emisión de su docudrama sobre los condes catalanes desde Wifredo el Belloso para mostrar los orígenes de la «nación» catalana. Todos quieren tocar la tecla de la historia, la madre que legitima todas las políticas.

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