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Entre Tabarnia y la eclosión de Ciudadanos

Los polarizados y cada vez más inmóviles resultados del 21D en Cataluña, donde apenas se produjeron fisuras o trasvases entre los bloques, convierten al país catalán en un escenario político congelado, en «stand by» confrontado.

El que fuera director de La Vanguardia, Joan Tapia, alerta en su último artículo publicado digitalmente en El Confidencial de los peligros de ulsterización de Cataluña. Nada de peligros, el escenario político catalán es ya, desde las elecciones del pasado día 21, un nuevo Ulster en el extremo occidental del Mediterráneo, un territorio con el alma escindida sobre el que ha emergido una peregrina idea, la de los municipios unionistas que conforman la abstracta geografía bautizada como Tabarnia, de Tarragona y Barcelona donde los votos españolistas son superiores al soberanismo.

Tapia lleva meses -años- tendiendo puentes, siguiendo la misión diplomática autoimpuesta por el PSC, cuyos resultados finalmente han resultado exiguos. Situación que también afectó a la transversalidad propugnada por los Comunes de Colau-Domènech. Si una lección han dado las elecciones catalanas es que la mayoría, amplia, contundente, no está por la labor del armisticio sino por el rearme posicional, eso que ahora llaman la polarización.

Los amigos de las explicaciones racionales achacan al adoctrinamiento en las escuelas o al directorio espiritual que encabeza Mònica Terribas en TV3 y Catalunya Ràdio, la deriva secesionista catalana. Me temo que la cuestión no obedece a causas tan pragmáticas, ni que se puedan comprender con armas dialécticas en una tertulia de turno. Los grupos sociales responden también a las llamadas de sus líderes, a las de aquellos que son capaces de enaltecer la herencia colectiva recibida -Carl Gustav Jung creía en ella, sea o no de naturaleza genética-, y su elección hay momentos que ya no admite conferencias de paz ni transidos diálogos: o supervivencia en la victoria o catástrofe. Lo vivimos no hace mucho en la antigua Yugoslavia.

Los polarizados y cada vez más inmóviles resultados del 21D en Cataluña, donde apenas se produjeron fisuras o trasvases entre los bloques, convierten al país catalán en un escenario político congelado, en stand by confrontado. Su dramaturgia, por lo demás, rememora los episodios de Manuel Azaña, quien ya siendo presidente del Ateneo madrileño viaja a Barcelona y se convierte en un ferviente defensor de la causa autonomista catalana. Como es bien sabido, Azaña termina criticando amargamente la deslealtad de los partidos nacionalistas con la II República.

Pero si el 21D ha dejado en reposo a Cataluña, por lo que respecta a España ha venido a significar todo un aldabonazo del que todavía estamos lejos de medir sus futuras y telúricas consecuencias. Pues, o mucho me equivoco, o la emergencia de Ciudadanos con Inés Arrimadas al frente puede provocar una alteración profunda del actual marco político del centro-derecha español. Las encuestas internas no publicadas ya hablan del empuje «ciudadano», a costa del Partido Popular pero también rascando en los límites del banco de pesca socialista, que a su vez mantiene el tipo porque recupera votos fugados hacia Podemos.

En el contexto del futuro político, Ciudadanos viene a representar no solo al partido del ala liberal sino también el final de la Transición política para el ámbito conservador. Constituye el recambio de la «genética» social al que antes aludíamos: el universo español del orden que sacó del franquismo hacia una desconocida democracia un joven seductor del régimen autocrático, Adolfo Suárez, y que Manuel Fraga y los suyos llevaron hacia la normalización y José María Aznar, finalmente, al turnismo en el poder. Ahora, la tarea pendiente consistiría en romper definitivamente las cadenas con el pasado y proyectar una nueva idea de España a la manera europea, orgullosa de sí y patriótica constitucionalista tal como han teorizado los alemanes de postguerra con el socialdemócrata Jurgen Habermas a la cabeza.

Está por ver cuánto se deja contaminar el partido de Albert Rivera por el aznarismo, incluso por los movimientos socialcristianos que siempre saben jugar al largo plazo, pero ya parece imparable el proceso de sustitución de los populares por los ciudadanos, en especial en lugares como Valencia, donde el pasado archivado como oscuro y los desastres de la corrupción no dejan opción alguna al PPCV. Y da lo mismo que Ciudadanos tenga buenos o malos candidatos, como si ponen una escoba a la cabeza del cartel, la efervescencia naranja se antoja imparable.

Queda mucho para las próximas elecciones -salvo que a Mariano Rajoy le dé por lo contrario, lo cual es poco probable-, y las circunstancias políticas cada vez son más veloces y cambiantes, pero está claro que hemos entrado en un periodo de transformaciones sustanciales en el espacio español. El fin del bipartidismo fue el mensaje que transmitió la crisis económica, pero no caminábamos hacia la revolución, hacia un nuevo régimen como de modo infantil e irresponsable creyeron los jóvenes airados. El movimiento ha resultado ser de fondo pero no altera la existencia de los grandes grupos sociales españoles -aquellos que siguen a sus líderes «naturales»-, aquellos que no es posible acallar sino mediante la represión o la belicosidad. Por suerte, el país ya ha superado el tiempo del guerracivilismo, así que no queda otra que ver evolucionar los cuerpos sociales e interactuar entre ellos. Asumir el conflicto como algo con natural y esgrimir, como analizó lúcidamente Ortega y Gasset, que lo único viable es la conllevanza: entre catalanes y españoles, obviamente, pero también entre españoles, conservadores y progresistas, del norte y del sur, del centro y la periferia?

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