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Jorge Dezcallar

Indeseables

Christopher Browning, historiador del Holocausto, ha dicho que "nunca ha fracasado un genocidio por falta de voluntarios para matar". Es terrible. Se trata de gentes que según Hanna Arendt se esfuerzan en hacer su macabro trabajo lo mejor posible sin plantearse cuestiones morales, en una terrible banalización del Mal. Y eso es lo que hacía Kurt Prüfer, ingeniero de la empresa Topf und Sohne, cuando escribió en 1942 una carta en la que expresaba su satisfacción porque los hornos que había instalado en el campo de concentración de Buchenwald rendían un tercio más de lo previsto. Y añadía que "cinco hornos triples, quince hornos, pueden incinerar 800 cuerpos en 24 horas. Esto significa que un horno triple puede quemar cerca de 53 cuerpos por hora". Como disponer de los miles de cadáveres de las personas que asesinaban era un verdadero problema para los nacionalsocialistas, supongo que el ingeniero Prüfer, que no se planteaba ningún problema moral por lo que hacía, fue felicitado por su buen trabajo y que incluso debía sentirse orgulloso del éxito alcanzado por sus desvelos. Lo dicho, la banalización del Mal.

Por eso es una buena noticia la reciente condena al otro lado del Atlántico de los responsables del asesinato sistemático de opositores en la Escuela Mecánica de la Armada de Buenos Aires, la tristemente célebre ESMA. Ellos hicieron "desaparecer" a 4.000 personas durante la dictadura militar por el expeditivo método de arrojarlas desde aviones a las aguas del Río de la Plata. Como también es buena noticia la condena a cadena perpetua del general serbio Ratko Mladic que dirigió la matanza de 8.000 hombres, mujeres y niños en Srebrenica mientras los cascos azules holandeses miraban hacia otro lado. Srebrenica es como Alepo, Hiroshima, Guernica o Sabra y Chatila, nombres para siempre asociados a la maldad humana. Desgraciadamente hay muchos más porque el hombre a lo largo de su historia ha demostrado estar más cerca de la definición de Hobbes que de la de Rousseau. A Mladic le ha condenado el Tribunal Penal Internacional que juzga en La Haya los delitos cometidos durante las guerras que siguieron a la implosión de Yugoslavia. Su jefe político Radovan Karadjic ya había sido condenado a cuarenta años y el propio presidente serbio Slobodan Milosevic también acabó por esas mismas razones en una cárcel holandesa donde falleció en 2006.

Todos ellos participaron en el genocidio de musulmanes en la República Srpska que hoy no forma parte de Serbia, como ellos pretendían, sino de la Federación de Bosnia-Herzegovina. En ese genocidio convergía el nacionalismo étnico con el deseo de apoderarse de unas tierras por el expeditivo método de matar a sus ocupantes y obligar a huir a los supervivientes. Los nazis lo llamaban lebensraum, espacio vital, porque todos los nacionalismos son expansivos a costa de sus vecinos. ¿Les suena lo de "Països Catalans"?

Aun así, siguen siendo muchos los canallas que no pagan por sus crímenes desde Stalin a Mao, desde Karame a Pol Pot y desde Pinochet a Idi Amin Dada, aunque algunos acaban asesinados como Gaddafi o el mismo presidente Saleh en Yemen hace solo unos días. A otros los protegen sus amigos con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para evitar enojosas investigaciones que les pudieran sacar los colores. Y hay sátrapas destronados que encuentran protección y asilo político, como el tunecino Ben Ali en Arabia Saudita o el etíope Mengistu Haile Mariam en Zimbabue.

También ocurre que a veces la justicia se la hacen ellos mismos, como ese otro general -esta vez bosniocroata- Slobodan Praljak que fue quien bombardeó el Puente Viejo de Mostar sobre el río Neretva, una joya del siglo XVI que unía al sector musulmán con el sector croata de la ciudad. Era por eso un puente simbólico, como el Puente sobre el Drina que dio nombre a la preciosa novela de Ivo Andric que refleja de forma magistral el flujo y reflujo de los imperios Otomano y Austrohúngaro sobre la región balcánica, donde han dejado una atomizada herencia racial, cultural y religiosa que explica mucho de lo que luego allí ha ocurrido. Los puentes se hacen para unir y por eso los odian los que trabajan para desunir, como ese general Praljak que acabo de citar y que se ha suicidado de forma melodramática bebiendo una ampolla de cianuro frente a los miembros del Tribunal que le habían condenado a veinte años de prisión. Lo mismo había hecho Hermann Göering en su celda de Nuremberg justo antes de ser ahorcado en 1946. Un año antes se habían suicidado Hitler, Himmler y Goebbels. Parece que se me ensucia la pluma después de citar a tanto indeseable. Sirva de excusa que sin ellos el mundo tuvo una oportunidad para ser mejor.

Me temo que nunca lograremos evitar que surjan asesinos capaces de arrastrar a pueblos enteros a cometer atrocidades en nombre de la raza, la religión, la nación (piensen el actual drama de los royingya), por odio o por pura insania, pero es buena noticia que algunos estén pagando por ello. No todos, pero por algo se empieza y por eso la existencia de tribunales penales internacionales para juzgar crímenes de guerra, de genocidio o contra la humanidad, como los ya existentes para Yugoslavia o Ruanda, son una buena noticia.

Y entre nosotros bueno será vigilar los brotes de odio político o la misma muerte de un hombre por llevar unos tirantes con la bandera española. Porque los incendios que promueve el odio se propagan muy deprisa.

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