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Matías Vallés

Los partidos equivocados

El latiguillo más frecuente sobre los líderes políticos establece que no se encuentran a gusto en su partido, o que no encajan con los principios fundacionales de la formación. Si en el interior se registra esta disfunción, cabe imaginar la estupefacción del votante habitual, al que se demanda el acto de fe de renovar su confianza en las siglas a cada elección.

El dos por ciento de los españoles reconocen su militancia en partidos políticos, que solo cumplen con su misión a la hora de votar. Un ciudadano puede llegar a viejo sin cruzarse en su vida con un solo afiliado. Pese a esta sequía, la Constitución entrega a las formaciones registradas el monopolio de la representación pública y del Gobierno. Si hay un Google con la oferta adaptada a cada consumidor, cuesta excluir a la representación electoral de esta adaptación al votante, que debiera tener siempre la razón.

Un seísmo es preferible a prorrogar la ficción vigente. Por supuesto, es improbable que las formaciones políticas accedan a su harakiri, evocando el término que definió el suicidio planificado de las estructuras franquistas. Desde la simplicidad expresiva que revela años de reflexión, la historiadora Anne Applebaum acuñó un desesperanzado "tenemos los partidos equivocados". Ni los partidos se atreverían a desmentirla.

Todo fracaso requiere una coartada. Ensayando la excusa más eficaz, la huida de las siglas puede disfrazarse de venenoso populismo. Sin embargo, la nomenclatura de la cosa no redime la insatisfacción de la cosa. Los ciudadanos que han conquistado el derecho a elegir su identidad sexual, un esencialismo a la carta que hubiera noqueado al existencialista Sartre, no van a aceptar a ciegas las premisas de candidatos a quienes no adjudican un átomo de autoridad. Se han liberado de los corsés.

Si la eficacia de los medios como creadores de espectáculo mantiene la intensidad durante el paréntesis de una campaña electoral, el gobernante elegido sufre una caída estrepitosa al día siguiente de jurar el cargo. Es injusto personalizar en Trump o Macron el hundimiento de las reputaciones presidenciales, cuando no se conocen excepciones a esta precipitación de la fama. En el último recuento, la casi totalidad de los ministros españoles recibían de puntuación un dos, que ni siquiera es un suspenso.

Los países más tradicionales contemplan entre escalofríos la multiplicación de la oferta causada por la aleación de indefiniciones e incumplimientos. Los siete partidos con posibilidad de decidir en las elecciones al Bundestag alemán han arruinado el dualismo, tan germano. Sin embargo, la cifra palidece frente a la diseminación del electorado. De hecho, cada una de las formaciones admite sensibilidades o escisiones. La CDU de Merkel no es la CSU bávara, los Verdes puedes ser estrictos como los fundis o contorsionistas para negociar con los demócratacristianos, una diputada ultraderechista de Alternativa por Alemania dimite al día siguiente de festejar la inmersión parlamentaria de sus siglas.

Solo siete partidos son francamente pocos. Sería más apropiado un ensayo general de veinticinco formaciones parlamentarias con capacidad de apuntalar un Gobierno, que podrían evolucionar hacia las más realistas 250 en cuanto el sistema de representación real se consolidara. Nadie se escandaliza ante el objetivo de diseñar un tratamiento médico personalizado para cada enfermo, por qué debería ser absurdo planificar la asistencia política a cada votante.

La multiplicación de opciones es una necesidad, aunque esconda la misma falsedad egregia de hablar de redes sociales cuando solo existe una. La adecuación al electorado ha de huir de los forzudos que encarcelan a gobernantes democráticos, pero también de los mañosos que todo lo fían a su habilidad negociadora. Procede introducirse en la ingeniería política, y abandonar el bricolaje que ha desembocado en una situación que nadie aplaude.

El peso de la actualidad aplasta al pasado. Se olvidan demasiado deprisa los referéndum fallidos en Francia y Holanda, dos marcas impecablemente democráticas, cuando se planteó al electorado la frustrada constitución europea en 2005. Se observa que las raíces del brexit son profundas, y que se ha desaprovechado una larga década para corregir el desengaño. Cada vez que los electores han votado un "¿por qué no?", los residuos del establishment se refugiaban en que se trataba de una excepción. Por esta senda se llega a Trump, pero no a una solución que exige volver al individuo.

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