Llevo quince días celebrando otros trescientos sesenta y cinco según el criterio del maldito algoritmo. Cada día me despierto sabiendo quién, de todos mis amigos, me acompañaría al fin del mundo, qué noticias me han impactado más y cuál ha sido mi artista favorito en el año que acaba de pasar. Predicciones matemáticas con las que él, el algoritmo, pretendía seducirme, al estilo del camarero amable que sabe con cuantos azucarillos tomas el café, pero solo ha logrado caerme mal, al estilo del portero cotilla que espía la vida de todo el vecindario. Desde que Google, hace ocho años, creó eso que dio en llamar «búsquedas personalizadas», un algoritmo se ha introducido en las arterias de nuestra comunicación, contaminando nuestros ordenadores, acumulando toda la información que extrae de las webs que visitamos, de las noticias que leemos, de los productos que compramos y de los amigos a los que más veces damos likes en sus actualizaciones, para convertirnos en mercancía.

«El filtro burbuja». Así lo definió el activista Eli Pariser en uno de los libros del año. En él se nos alertaba de que esta búsqueda personalizada, que va acumulando información sobre los gustos e intereses de los usuarios, para acabar mostrándonos lo que el algoritmo considera que nos gusta y alejándonos de aquello que no nos interesa, va a ser el mal del siglo XXI. El instrumento perfecto de la sociedad polarizada, del pensamiento único, de la postverdad. Entonces, nadie comprendía que cuando se te ofrece algo gratis, no eres el posible cliente, sino la mercancía que se vende. Eso lo sabemos ahora, cuando los algoritmos que rigen nuestras búsquedas, nuestras pantallas de inicio, los perfiles y las fotos que vemos en nuestro timeline, son solo la punta del iceberg de una información que nosotros mismos colgamos en la red, ya sea desde aplicaciones laborales, culturales o de ocio, y que ellos venden al mejor postor. Repito: somos la mercancía cuando creemos ser el cliente.

Ese algoritmo presume de conocerme mejor que yo mismo y me regala mis mejores momentos de 2017 desde Instagram, explicándome que lo más importante de mi año no es lo más relevante para mí, sino lo que más ha interesado a los demás. Vuestros likes pocas veces coinciden con lo que realmente me preocupa, me gusta o me interesa. Sin embargo, ese ha sido mi año para el algoritmo. De la misma manera, Facebook se empeña en recordarme el pasado sin preocuparse de si quiero hacer un flashback o no, de si aquella fotografía que publiqué hace seis años me duele hoy, y resume mi vida con aquellas actualizaciones con las que estoy de acuerdo y aquellos titulares de periódico que me agradan.

Los criterios de esos algoritmos más que ensanchar nuestro universo lo están reduciendo. Nos lo decoran como una de esas estancias que encontramos cuando vamos a comprar a Ikea, pero precisamente es todo lo contrario a lo que alguna vez soñamos que sería la red. El propio Periser apuntaba que una de las mejores cosas que ofrecía internet era ayudarnos a encontrar, por azar, ideas e iniciativas que desconocíamos. Alimentaba el debate no desde la pasión sino desde el conocimiento.

Ahora, mi resumen de 2017 lo ha decidido el algoritmo basándose en mis comentarios, en si he hecho click o no en determinados enlaces, en las interacciones que he mantenido con mis amistades, con la música que he escuchado en Spotify, las series o películas que he visto en Netflix y las compras que he hecho en Amazon. Supongo que pretende agradarme pero no lo consigue. Me incomoda su insolencia y me ofende que él decida por mí el país de las maravillas en el que quiero habitar.

No quiero que mi 2018 sea un año sin puntos de vista diferentes, sin canciones sorpresa y sin descubrimientos inesperados. No me gusta el algoritmo ni la burbuja de filtros que no solo es la responsable de que la silla de ordenador que buscamos por internet nos persiga, en formato banner, allá donde vayamos. También es la culpable de la polarización de la opinión pública y de la proliferación de noticias falsas. Si algo caracterizó 2017 fue la cantidad de noticias que hemos compartido sin ningún sesgo de confirmación, lo que hace que demos por válido cualquier titular siempre que cuadre con nuestra visión y versión del mundo, rechazando aquella que la contradiga.

Ahora lo único que sé es que mi resumen de 2017 es el del algoritmo, no el mío.