Se han pasado la Navidad felicitándonos las fiestas. Amigos y conocidos, televisiones y periódicos, tiendas y talleres, catálogos y colegios, instituciones, asociaciones y corporaciones. Nos han llovido abrazos y buenos deseos. El mundo entero nos ha participado su felicidad y se ha volcado literalmente sobre nosotros para compartir de algún modo el alborozo que lo henchía. El arroyo, los hogares, las mentes y hasta el aire rezumaban fraternidad, y los buzones desbordaban de misivas al respecto. Hemos visto a unos y a otros felicitándose como descosidos en el penoso aturdimiento de quien sigue la corriente; celebrando algo sin celebrar nada o celebrando, sin darse cuenta, la soberbia de hacer los divertidos gestos de una efemérides habiendo eliminado las incómodas cavilaciones que implica darle sentido.

Quiere decirse que muchos nos han felicitado las fiestas pero muy pocos nos han dicho cuáles. La mayoría de las veces había en el aire una extraña reticencia, una misteriosa tartamudez, un gregarismo absurdo, un apocamiento supremo. Al parecer, habían llegado las fiestas: unas fiestas abstractas e inmotivadas, tradicionales aunque arbitrarias, por cuya existencia debíamos congratularnos y sobrealimentarnos. «Felices fiestas», nos han dicho, pero con el fundamento escondido, silenciado y como disimulado. Quizá por miedo al compromiso; quizá por puro rechazo a la coherencia requerida; quizá por un mezquino, atávico, bajo instinto de comodidad. El caso es que nos han felicitado unas fiestas en sí mismas, nos han recomendado un gozo sin declarar su causa, nos han ponderado la reunión familiar, la hermandad laboral, el acercamiento humano y el acaramelamiento colectivo como si tocase incrementarlos para combatir el frío, y todo ha sido quemar pólvora en salvas y hacer brindis al sol. Ha pretendido imponerse, desde cierto laicismo empedernido y vindicativo, un despropósito en las costumbres, un menoscabo en la felicitación de Navidad que resalte la fiesta y prescinda de su esencia.

Se ha llegado al caso extremo de que familias enteras entregadas al pantagruelismo gastronómico y al paroxismo del regalo fuesen desoladoramente incapaces de justificar su agitación. Son las víctimas paradigmáticas de la tesitura oficial, del neutralismo exagerado, de la vacuidad impuesta por el politburó, de la confusión entre anticlericalismo y aconfesionalidad o entre confesionalidad y reconocimiento del credo mayoritario. La estupidez de omitir el origen de una fiesta no viene de la población, sino de una política devastada por el vicio electoralista. Examínese cada uno y compruebe si sabe lo que se hace, no descubra un día que lo han atraillado sin que se dé cuenta. Cuando se anula el espíritu llega la esclavitud.