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Salir del barro repartiendo fango

Antes de calentar las yemas de los dedos, me siento obligada a puntualizar que soy feminista. La necesidad de esta justificación me hace pensar en otros tiempos, en los cadáveres de los disidentes y el fantasma de las represalias sobre los sectores críticos con un movimiento. Es verdad que en este caso los fiambres son metafóricos, y las represalias, sociales, pero no por eso dejan de ser algo atemorizantes.

La historia empieza, por ejemplo, aquí: soy testigo de una carnicería postmoderna en Whatsapp entre feministas y otros que las cuestionan. Tras el lanzamiento de una convocatoria no mixta, solo para mujeres, para ir preparando las acciones del próximo Día de la Mujer, una persona (con pene) comenta: «Pues los hombres no iremos... [emoticono sonrisa]». Basta esto para despertar las iras del sector feminista más duro (representado por personas con vulva y con pene) y producir una lucha armada de insultos, desprecios, intelectualismos e inmolaciones virtuales que dura tres días.

Al principio observo el espectáculo desde la barrera, con curiosidad. Pero la refriega acaba pringándome de morbo, y durante esos días recibo violencia envuelta en un brillante paquete tecnológico mientras pinto con mi hijo, mientras hago la lista de la compra o mientras me preparo para ducharme. Hasta que el sinsentido de este avispero de frustraciones personales escupidas contra el otro y la escasa existencia de voces que se atrevan a desmarcarse de esa agresividad me anima a articular lo que me quema.

¿Cómo vamos a tumbar este sistema que oprime al débil con insultos y desprecio a quien nos cuestiona? El patriarcado es la institucionalización de la violencia contra cada persona desde que llega a este mundo y es separado del cuerpo caliente de su madre. Un sistema que también ejerce la violencia contra las personas con pene, ¡sí!, porque para generar eventuales dominadores y dominados, hay que haber imprimido la lógica del sometimiento del débil sobre el tierno cuerpo y la tierna psique de las criaturas.

Pero muchas de nosotras, creativas y creadoras como solo puede serlo el género femenino, queremos derrotar a esta macro-organización violenta en la que vivimos y respiramos todos con el poco original recurso de más violencia. Algunas lo hacemos de manera inconsciente, y otras en cambio llevamos a gala lemas tan geniales como «la violencia contra el patriarcado es legítima y se llama autodefensa». El único problema de este adrenalínico razonamiento es que cuando voy a la guerra es muy fácil que salga herida, y cada vez somos más conscientes de que las mujeres heridas nos duelen a todas. Así que el ataque implícito en esa autodefensa también es un autoataque, una especie de raro síndrome autoinmune de este gran cuerpo de mujer que sufre cuando cualquiera de sus células son quemadas o golpeadas.

Poco importa si este daño viene de la pareja maltratadora que hemos elegido o de la maquinaria del Estado. Porque estamos en el siglo XXI pero la historia no ha terminado: sabemos que cuando un ser en inferioridad de derechos arremete violentamente contra aquél que tiene el poder éste último no va a dudar en aplastarlo con leyes antiterroristas y porras, con bayonetas o espadas... la historia de la Humanidad sigue siendo la misma. Y eso es lo que querríamos cambiar.

Además, si seguimos la misma lógica de la violencia justificada como autodefensa, ¿quién va a defender a las mujeres feministas de las otras mujeres feministas que consideran que las primeras están defendiendo intereses patriarcales? ¿Es también legítimo atacarlas? ¿O tener vulva es un salvoconducto y tener pene una condena? Porque sabemos que hay mujeres más patriarcales que muchos hombres... En fin, ¿no estamos todas en peligro de ser atacadas como autodefensa, al fin y al cabo? ¿O no hemos mamado cada uno de nosotros la ley del más fuerte desde la cuna? Entonces estaríamos habilitadas para machacar a absolutamente cualquier persona.

Aquí nos deja la violencia (verbal, sí, en el caso del grupo de Whatsapp que sirve de pretexto, pero violencia al fin y al cabo): golpeándonos unas y otros sin alzar la vista del suelo para ver que estamos abonando el mismo monocultivo de ayer y de mañana. Es verdad que estamos conmocionadas por sucesos como el de la manada y por la opresión que hemos sufrido durante milenios, y está fuera de duda que el movimiento feminista plantea legítimamente una sociedad más justa. Pero no veo la lógica a salir del barro repartiendo fango.

Si decidimos levantar la mirada, podemos plantearnos que quizá nuestra lucha como mujeres es mucho más grande de lo que habíamos previsto, y va mucho más allá de acallar bocas o aplastar ideas diferentes. Quizá apunte a una toma de conciencia, pero no de las baratas que se ven en las campañas gubernamentales. Cuando estemos en un lugar de mayor seguridad personal y bien paradas sobre nuestros pies, no habrá machirulo que nos haga mella, que tenga tanto poder sobre nosotras que con un simple movimiento de dedo nos haga echar espumarajos por la boca. Porque ésta no es una lucha entre hombres y mujeres. Si queremos cambiar el paradigma tenemos que ir más profundo y reconocer nuestros propios esquemas violentos, ésos que luego volcamos sobre los demás. ¿Qué importa si nací con útero o próstata, si utilizo mi inteligencia para aplastar a una incauta, sea cual sea su morfología genital, que se atreve a expresar que no piensa como yo?

No imagino a ninguna persona sabia entrando a destripar con toda su cuchillería a algún ignorante que la cuestiona. Si estuviéramos dispuestas a mirar dentro antes de escupir fuera, empezaríamos a comprender la realidad desde otro prisma, y recordaríamos que la violencia se alimenta con más violencia. No se trata de dejarnos pisar, sino de inventar formas nuevas de ejercer el poder personal, alejadas de la opresión sobre nosotras mismas y sobre los demás. Si nos comprometemos con no perpetuar la lógica del patriarcado, realmente estaremos sacudiendo los cimientos de este sistema.

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