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Política en su sentido más noble

El ardor de la crisis catalana ha derivado en una peligrosa parálisis de gobierno. Cataluña se encuentra intervenida y con las empresas en fuga, pero el resto del país renquea también como consecuencia de la sobredosis de atención a un problema, el catalán, de difícil solución a corto plazo. El ministro de Economía, Luis de Guindos, ha calculado en 1.000 millones de euros el coste del procés durante el último trimestre de 2017, pero no hay que ser adivinos para sospechar que el deterioro económico se acentuará en términos de inversión y de empleo a medida que la incertidumbre política prosiga su curso. Lo pagarán, como siempre, los jóvenes, los parados y los que disponen de trabajos más precarios. Mientras tanto, las grandes líneas de consenso se han debilitado en la política nacional: en parte, por la fragilidad de las alianzas parlamentarias en el Congreso; en parte, también, por los intereses contrapuestos de los partidos, que pueden exigir -en algunos casos- un adelanto electoral; en parte, por la misma gravedad del problema territorial, que deja escasos resquicios a políticas más audaces e imaginativas.

Iniciamos 2018 sin presupuesto aprobado. Lo que , de entrada, supone un marco viejo para una realidad cambiante. Los sueldos de los funcionarios no se actualizan, las pensiones públicas siguen prácticamente congeladas -y así continuarán durante años-, y el elevado déficit público sitúa a España entre los países cuyas cuentas se encuentran bajo tutela. Que la recuperación sea un motor suficiente para sanear nuestras cuentas no deja de constituir un pensamiento amable y anestesiante, pero poco creíble y engañoso al fin y al cabo. Sin una batería de reformas notables, el impulso actual irá perdiendo gas, acentuándose en cambio muchas de las fracturas que no se han soldado. El paro juvenil, por ejemplo, que dobla o triplica en muchas comunidades las tasas europeas; o los niveles de precariedad laboral, absolutamente degradantes, y que conducen -de prolongarse en el tiempo- a la marginación social y a la imposibilidad de llevar a cabo un proyecto de vida. Las rigideces en el mercado de trabajo tienen, por tanto, consecuencias graves, al igual que la no liberalización de los colegios profesionales o un sistema fiscal poco eficiente que no facilita ni el ahorro ni la inversión. Entre estas consecuencias, la dificultad para contener el gasto sanitario -con un incremento del 5% anual en la previsión del gasto- sin merma de su calidad; o de hacer frente al pago de las pensiones, una vez que el fondo de reserva se ha agotado y la demografía -además de los nuevos salarios- juegan en contra de su viabilidad. Retrasar un tratamiento necesario suele oscurecer las expectativas de futuro. En nuestro caso, la cuestión catalana no ha hecho sino consolidar una preocupante tendencia al escapismo: no tomar decisiones confiando en que el paso del tiempo resolverá los problemas. Puede funcionar en ocasiones, aunque difícilmente en épocas -como la actual- caracterizadas por poderosas tendencias de cambio.

Solucionar la cuestión catalana constituye, sin duda, la principal urgencia de nuestro país, pero difícilmente se logrará sin modernizar a la vez la estructura general del Estado. Es decir, sin contar con un proyecto de futuro que sea realizable e ilusionante. Y para ello hacen falta presupuestos aprobados, claridad en el diagnóstico, grandes acuerdos sociales, voluntad de llevarlos a cabo, cierta capacidad de sacrificio y un anhelo generalizado de progreso. En definitiva, política en su sentido más noble.

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