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Camilo José Cela Conde

Buena voluntad

Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. Lo dice el espíritu navideño pero, ¿disponemos de tal cosa? Ni por asomo

Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. Lo dice el espíritu navideño pero, ¿disponemos de tal cosa? Ni por asomo. La buena voluntad

ha desaparecido, tal vez para siempre, con las dentelladas que nos hemos dado y nos seguimos dando desde que el proyecto aquél de Jordi Pujol y Pasqual Maragall -dos de los políticos de peor voluntad que he conocido, a ambos en persona- desembocó en el de Artur Mas y Carles Puigdemont. Me comentaba ayer un primo mío, controlador aéreo en Barcelona, que daba gracias a los cielos por no tener que estar en la comida de Navidad de una familia catalana con el riesgo, nada absurdo, de que independentistas y unionistas tengan que compartir mesa.

Y es que sucede que la luna de miel de 1978 ha dado paso, mandoble tras mandoble, a la situación de ahora, equivalente a la de un matrimonio que se lleva mal pero no puede divorciarse porque carece de medios para poder vivir por separado. En tales circunstancias cabe seguir a palos,

en busca de la satisfacción que da herir al otro aunque eso signifique perder algún que otro ojo en el intercambio de golpes. O bien buscar la

manera mejor de minimizar los daños.

Si, ya que la buena voluntad no existe, damos en que resulta preferible salir con las menores heridas posibles del rifirrafe, habrá que sentarse a hablar. Pero ¿de qué? Al menos eso está claro: de cuál ha de ser en adelante la relación entre las diferentes partes de lo que es hoy el Estado español, que el asunto no sólo va de resolver el problema de Cataluña. El País Vasco aguarda turno en la cola de los líos y con la perspectiva tremenda de que va a haber que terminar de una vez por todas con el disparate del cupo derivado de las guerras carlistas. Parece más que obvio que ese objetivo crucial, el del encaje de todos los que quieran y puedan seguir en España o el de su reflejo especular de cómo pactar un divorcio si no hay otra salida al alcance de la mano, tiene dos condicionantes: sólo se puede hablar dentro del cauce de las leyes actuales y tales leyes hay que cambiarlas. A partir de ahí va a ser necesario, ya que la buena voluntad no se encuentra disponible, mucho sentido común para alcanzar un consenso de mínimos.

Quizá la filosofía política pueda echarnos una mano para que dejemos de lado las amenazas y los insultos inútiles y sustituyamos ese episodio caduco por un guion para la mesa de las negociaciones. Lo dijo John Rawls en su Teoría de la Justicia: las personas racionales pueden llegar a un acuerdo siempre que a la razón le añadan un velo de ignorancia, mecanismo que consiste en que hay que pactar lo más sensato como si no supiésemos en qué medida nos beneficia o no. Eso equivale a buscar acuerdos en los que quien gane, obtenga lo menos posible y quien pierda, ceda sólo en aquello que no cabe impedir. ¿Seremos capaces de someternos a semejante disciplina sin la buena voluntad necesaria? Que pasen ustedes un feliz año.

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