Un 11 de septiembre, el cielo en Santiago se cubrió con una enorme nube gris, mientras poderosas bombas explotaban sobre La Moneda. Un escuadrón de aviones de la Fuerza Aérea destruía el Palacio de Gobierno, ocasionando la muerte e hiriendo gravemente a centenares de personas. Una de las víctimas sería el presidente de la República, Salvador Allende. Ese mismo día, una Junta Militar desplazó al propio presidente, a su gobierno y al Congreso Nacional, manteniendo, sin embargo, al poder judicial, un cuerpo que se convirtió en el más fiel colaborador del Gobierno militar, como se lo denominó por mucho tiempo. Durante ese gobierno, que permaneció en el poder cerca de 17 años, más de 3.100 personas resultaron asesinadas, más de 1.200 continúan desaparecidas y alrededor de 40.000 resultaron torturadas. Además, otras miles fueron exiliadas, perdieron sus trabajos y sufrieron todo tipo de violaciones a sus derechos humanos. Entretanto, más de 10.000 recursos de amparo fueron rechazados por las Cortes de Apelaciones y por la Corte Suprema, al ser informadas por personeros de la represión de no haber tenido participación en las desapariciones denunciadas, como tampoco de conocer el paradero de los desaparecidos.

Se habilitaron recintos que sirvieron como campos de concentración, detención, tortura y exterminio y, paralelamente, se creó la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), organismo que se ocupó de barrer a quienes resistían o rechazaban a la dictadura emergente.

Desde el golpe militar, y durante los primeros tres meses de la dictadura, diversas personas y entidades socorrieron y defendieron a quienes eran perseguidos y detenidos. Hoy honramos a uno de los principales luchadores que, por su valentía y arrojo, salvó a centenares de detenidos, utilizando su fuero diplomático, exponiendo su propia vida, entrando en recintos de reclusión, exigiendo la entrega de muchos prisioneros políticos -particularmente a los que estaban en el Estadio Nacional- y facilitando su exilio y seguridad. Se trataba del embajador Harald Edelstam, de Suecia, quien ya había ocupado cargos diplomáticos, y otros, en algunos países sometidos por las armas; quien, además, había adquirido gran destreza y demostró extraordinario coraje al cumplir fielmente su vocación de salvar a prisioneros y perseguidos, otorgándoles asilo con el fin de proteger sus vidas.

Hoy, el embajador Edelstam es considerado como uno de los héroes más emblemáticos del siglo XX, querido y respetado por miles de personas.

Al noveno año del retorno al país de la democracia, en enero de 1998, el abogado Eduardo Contreras, en representación de Gladys Marín, entonces secretaria general del Partido Comunista, como también los abogados Graciela Álvarez (hoy fallecida), Santiago Cavieres, Alberto Espinoza, Julia Urqueta y Ramón Vargas, presentaron una querella criminal en contra del general Augusto Pinochet Ugarte, como autor de los crímenes de asesinato, secuestro, tortura, genocidio y otros delitos, ante la Corte de Apelaciones de Santiago, que por turno, me correspondió tramitar como ministro de fuero.

El sentir general que expresaban muchos de mis colegas y la mayoría de los abogados del foro santiaguino era que sería imposible procesar y luego juzgar al general Pinochet. Muchos sonreían irónicamente al imaginarse que Pinochet pudiera ser alcanzado por la justicia. Otros, entre ellos yo, pensábamos que era fundamental averiguar realmente si el aludido general era responsable de los crímenes que se le atribuían, y descubrir la naturaleza de esos hechos punibles, o si eran producto de enfrentamientos, fugas, ejecuciones o hechos aislados cometidos por la soldadesca, como se comentaba en forma vehemente, y como el propio general Pinochet me lo expresó a mí.

Debido a la gravedad de los crímenes denunciados, le di curso a la querella, ordené la instrucción del sumario correspondiente, despaché una orden de investigación y cité a los testigos nombrados en el libelo. Naturalmente, desde un comienzo, los magistrados de la Corte de Apelaciones de Santiago a quienes nos correspondió estudiar esta causa en sus distintas instancias, salvo algunos agnósticos, comprendimos la seriedad del proceso, el tino requerido, el eventual peligro de un alzamiento de tropas y, sobre todo, los cambios importantes que se iban a suscitar.

A partir de ese momento, decenas de querellas fueron entabladas en torno a los múltiples episodios de tortura, secuestro, muerte y otros crímenes. Sin embargo, muchos casos se repetían por falta de coordinación adecuada de los letrados, lo que generó bastante desorden. Por eso debí encerrarme en mi despacho durante semanas para formar los expedientes que enmarcaban un proceso matriz, el caso Pinochet, y sus correspondientes episodios: Conferencia, Caravana de la Muerte, Operación Cóndor, Operación Colombo, Villa Grimaldi, José Domingo Cañas, etcétera.

Luego solicité al director general de la Policía de Investigaciones, Nelson Mery Figueroa, que me destinara un buen grupo investigativo, especializado en derechos humanos. Mery me seleccionó el mejor equipo, conformado por prefectos, comisarios, inspectores, detectives y peritos forenses, y me asignó una oficina en el edificio principal de la PDI, que contaba con los medios básicos. Finalmente, premunido del personal indispensable y del material de trabajo necesario, de valientes escoltas y conductores policiales, de vehículos oficiales y de una avioneta perteneciente a la nombrada institución, pudimos comenzar las investigaciones, privilegiando naturalmente la búsqueda de los restos de los desaparecidos.

II

La historia comenzó a cambiar. Ahora se podía investigar para determinar a quiénes se había secuestrado y asesinado; quiénes habían cometido esos crímenes y quiénes eran los responsables de su perpetración.

Entonces nos desplazamos por los desiertos del norte de Chile, penetrando en los profundos piques de las minas, utilizando ascensores precarios, buscando cuerpos o restos humanos en lugares donde los testigos declararon haber visto cadáveres. Recorrimos numerosos cementerios a lo largo y ancho del país; anduvimos por los bosques en el sur, donde habían sido inhumados muchos restos humanos. También se realizaron investigaciones submarinas en ciertos lugares, lo que permitió establecer con mayor rigor el destino final de tantos desaparecidos.

Un día, encontrándome al interior de una fosa común en el Cementerio Municipal de Copiapó, acompañado de la antropóloga forense Isabel Reveco, nos llegó la noticia del arresto del general Pinochet en Londres. Al respecto, puedo señalar que ese hecho y la actividad jurisdiccional que continuó deben considerarse entre los ejemplos más elocuentes de la jurisdicción universal.

Los delitos que pudieron investigarse y que permitieron el procesamiento del general Pinochet y de tantos altos oficiales fueron el secuestro y el homicidio calificado o asesinato. Me resultó imposible recabar evidencia con respecto de la perpetración de tortura, porque las cicatrices propias de ese delito ya habían sanado, debido al tiempo transcurrido.

III

Se puede sostener que nuestros tribunales han respondido, en alguna medida, a la sed de justicia existente en el país, con motivo de los detenidos y desaparecidos. Empero, no se ha podido determinar fehacientemente el destino final de más de 1.200, porque un número superior a 600 cuerpos resultó arrojado al Océano Pacífico. A su vez, muchos otros individuos fueron exhumados desde sus tumbas originarias, incinerados y vueltas sus partículas a inhumar, quedando los restos reducidos a despojos minúsculos, imposibilitados para establecer pericialmente de quiénes eran.

A pesar de lo avanzado, es un hecho natural y palpable que el país continúa sembrado de odio y profundamente polarizado. En conflictos armados anteriores, ante grandes masacres y excesos brutales, como ocurrió durante la revolución de 1891, las heridas tardaron tres generaciones en sanar. En nuestro caso, ya estamos entrando en la tercera generación, por lo cual, el país, poco a poco, debería empezar a mirar hacia el futuro y hacia la reconciliación, situación que se debe lograr con la verdad y la justicia.

Y, ¿qué podemos decir acerca de la impunidad que favoreció a tanto hechor cómplice de los peores crímenes, entre ellos a muchos civiles?

Todos fuimos testigos del procesamiento del general Pinochet en varias ocasiones, por distintos ministros de fuero, con motivo de las diversas querellas que se formularon en su contra. También fuimos testigos de la revocación de los mentados procesamientos por los tribunales superiores. Finalmente, todos sabemos que una oscura sombra merodeó por los pasillos de los tribunales. Una sombra que entonces se denominó «razones de Estado» y que hoy conocemos como lo «políticamente correcto». Pues bien, para el logro de la reconciliación de todos los chilenos no sólo basta una verdad parcial y una justicia numérica -siendo esto trascendental para que cada cual reciba lo que le corresponde-, sino que la justicia nunca más sea sierva de lo «políticamente correcto», que tanto daño ha causado al país y a su gente, ni que sucumba ante otra circunstancia que pueda mermar su independencia y su razón.

Quisiera concluir recordando una reflexión hecha por mi suegro, Andrés Watine, importante miembro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial, condecorado por diversos países, particularmente con la Gran Cruz de Guerra, reconocimiento que otorga el Gobierno francés a muy pocos civiles por acciones heroicas realizadas durante la guerra. Watine logró salvar a 240 paracaidistas británicos que cayeron sobre suelos ocupados por los alemanes. Cada vez que nos narraba sus proezas, terminaba diciendo: «Esos fueron los años más felices de mi vida».