El siglo XX ha sido, sin lugar a dudas, el siglo de las ideologías; y el más violento y con más víctimas de la historia: solo hay que considerar las masacres de la primera guerra mundial (20 millones) o de la segunda (40 millones), además de las purgas, saltos hacia adelante, revoluciones culturales y demás desmanes que han llevado, también a la tumba, a más de 100 millones de personas. Las ideologías han sido, y siguen siendo, el sucedáneo, el opio de la religión, afincadas, por lo general, en un materialismo tosco y cochambroso: ¡hagamos el paraíso en la tterra!; pero, como aprendiz de brujos que somos, lo que ha aparecido indefectiblemente ha sido el infierno.

Cuenta Günther Anders que la imaginación es capaz de abarcar un número pequeño de representaciones. Por ejemplo, uno puede horrorizarse con el asesinato de la vieja usurera por parte de Raskólnikov en la novela de Dostoyevski Crimen y castigo; o incluso la muerte violenta de diez personas€; pero falla cualquier representación que quiera abarcar a seis millones de judíos deportados y muertos en cámaras de gas; o los efectos que produce el simple apretado de un botón, cuando se descarga la bomba atómica sobre Hiroshima. Para nosotros, no es más que un número: no nos dice nada.

Ese materialismo tecnológico capaz de matar a millones de personas con un simple botón, abre un abismo: lo que ahora podemos hacer es más grande que lo que alcanzamos a representarnos, por nuestra limitación. Parece surrealista que los presidentes de Corea del Norte y de Estados Unidos coreen entre ellos quién tiene el botón más grande.

Argumenta Anders que los objetos que hoy estamos acostumbrados a producir, con la ayuda de la tecnología, y los efectos que conseguimos provocar, son tan enormes y potentes que ya no podemos concebirlos y menos aún identificarlos como nuestros: no los percibimos porque no logramos representarlos. Se tornan oscuros. Es lo que denomina la «dark age» (la era oscura). En consecuencia, hemos de abandonar todo optimismo ingenuo acerca del progreso indefinido, auspiciado por el racionalismo del siglo de las luces. Es más, afirma, quien se complace en los logros -y cree que todo lo que se es capaz de realizar se puede hacer; y no solo eso, debe hacerse-, además de supersticioso es un ingenuo, un tonto útil de los intereses de grupos que intencionadamente oscurecen la realidad y desean mantenernos en la ignorancia.

Si ayer la táctica consistía en excluir de toda ilustración posible a quienes carecían de poder, hoy consiste en hacer creer que tienen luces quienes no ven que no ven. Resonancia, sin duda, de la sentencia joánica: «Yo he venido a este mundo para un juicio: que los que no ven, vean; y los que ven, se queden ciegos» (Jn, 9, 39). Porque lo importante hoy, por primera vez, es conservar el mundo absolutamente como es. [...] Conocemos la célebre fórmula de Marx: «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversas maneras, lo que importa es transformarlo». Pues está superada esta sentencia. Hoy, ya no hay que transformar el mundo; ante todo, hay que preservarlo.