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Ay, papito

No vale la pena prohibir esto y lo otro, despreciar lo que ellos adoran o tildar de porquería sus canciones y sus vídeos. La adolescencia es un campo de batalla, la no edad, la tierra de nadie. Se creó para estar perdido, para picotear aquí y allá en busca de algo excitante y pensar que tus padres son seres periclitados que no saben dónde está lo bueno.

Mi hijo cumplió trece años hace pocos días. Como ya no está el horno para chiquiparques y todavía no podemos despachar la celebración con 50 euros para que invite a sus amigos al cine (cincuenta euros, dice, ¡ja!), se nos ocurrió la brillante idea de llevarnos a diez adolescentes de fin de semana.

Todo en orden. Los chavales de hoy en día son un encanto. Buenos chicos, bien educados, muy majos. Pero sus referentes culturales no pueden ser peores. Ya lo sospechaba, pero esas veinticuatro horas de convivencia me lo confirmaron. Mi marido fue el encargado de subir y bajar a los seis varones y yo me ocupé de llevar en coche a las cuatro chicas, que me obligaron (sí, obligaron) a escuchar reguetón durante todo el camino. Si aún no han pasado por una experiencia así, evítenla: que si «papito», que si «mamasita», que si «p´arriba, p´arriba, p´abajo, p´abajo, leeeeeeento, leeento». Que si ella es «como ninguna y me lo hase leeeeento, leeeento». Que si «yo te clavo, que si tú me clavas, toma, dame, dame, toma».

Superpongan esta banda sonora a un camino de cabras entre peñascos, con automóviles que vienen de frente y te obligan a ejecutar complicadas maniobras al borde del abismo y entenderán por qué pasó por mi mente hacer un Thelma y Louise y acabar de una vez con ese infierno.

Aturullada, indefensa, me atreví a sugerir: ¿Ponemos un poco de rock?

¿Roooock? Noooo, passsamos -zanjaron ellas, con gran profusión de eses sonoras. Si quieres, ponemos trap.

Asustada dije que no, que daba igual, no fuera a ser el trap peor que lo que sonaba. Me aislé en mi burbuja y pensé en la tranquilidad con la que cantaban en mi presencia (al fin y al cabo la madre de un amigo) canciones tan verdes que me es imposible transcribirlas al completo en un periódico serio. ¿Qué hacía a esas chicas tan libres? ¿Lo hubiera hecho yo delante de mis padres? Lo atribuí a la ausencia del concepto de pecado. A estas niñas no les han advertido desde los tres años que van a ir al infierno si hacen cosas malas ni les han recordado la fatalidad que supondría incumplir el sexto mandamiento. Estas niñas no han padecido una educación segregada que convierte a los chicos en seres casi míticos. Ellas crecen en una igualdad de sexos real, desdramatizada, arropadas por una formación laica en la que la idea de Dios es más espiritual que normativa.

Y, sin embargo, escuchan y repiten como cotorras esta basura musical que cosifica a la mujer convirtiéndola en poco más que un cuerpo sabrosón. Pero no crean que los varones reciben mejores influencias: el mundo de YouTube es superficial, marrullero y ni siquiera tiene gracia. Sus ídolos son ninis barbilampiños cuya principal ocupación es jugar al Minecraft y recibir jugosas entradas económicas por ello. En resumen, que ya puedes leerles en voz alta a tus hijos el If de Kipling cada noche antes de dormir, que no vas a compensar la ausencia de algo que se parezca a un principio ético.

A veces, caigo en la desesperanza y pienso que es imposible que con estos mimbres se formen hombres y mujeres fuertes y responsables. Pero es entonces cuando, lentamente, se abre paso en mi memoria la imagen de los adolescentes que fuimos: gamberros que escuchaban a Ilegales y a Siniestro Total y que leían cómics (Cairo, Zona84) que habrían puesto los pelos de punta a nuestros padres; chicos que se tronchaban con Historias de la puta mili y con las astracanadas de Almodóvar y McNamara. Que levante la mano el que escuchaba a Bach y leía a Bertrand Russell. Que levante la mano el que se levantaba a las seis para ir a correr.

Ya más confortada, me doy cuenta de que no vale la pena prohibir esto y lo otro, despreciar lo que ellos adoran o tildar de porquería sus canciones y sus vídeos. La adolescencia es un campo de batalla, la no edad, la tierra de nadie. Se creó para estar perdido, para picotear aquí y allá en busca de algo excitante y pensar que tus padres son seres periclitados que no saben dónde está lo bueno. Al fin, reparo en que, si hoy fuera adolescente, también repartiría mi tiempo entre hacerme selfis con expresión pensativa y ensayar el twerking frente al espejo. Por tanto, tranquilos, compañeros, nada ha cambiado, el universo sigue girando en su armónica confusión, meciéndose hoy al compás de «Be-sos mo-ja-dos, papito, a-sér-ca-te».

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