Ya vamos hacia la elección de rector/rectora de la Universitat de València y se presentarán tres candidaturas. Es el momento de que los candidatos/as ultimen sus programas y se me ocurre que también nosotros, sus votantes, deberíamos pensar en el perfil que deseamos para el gobierno de nuestra institución antes de que la mayor o menor simpatía, juventud o el género de los candidatos/as, su procedencia de una u otra facultad o lo abultado de sus equipos influyan sobre nuestra opinión.

Llevar el timón de una universidad debe ser una cuestión de servicio. Se equivoca y nos haría un flaco favor quien piense en ser rector en propio beneficio. Si no hay una actitud de servicio a la comunidad, no vale la pena que se presenten a la elección, aunque pudieran ganarla; pues harían un enorme daño a la institución en la que, después, tendrían que seguir desarrollando su trabajo. A pesar de que, en ocasiones, es posible detectar el ansia de privilegios y la sed de poder; no es fácil que este aspecto salga a relucir en un proceso electoral. Por eso, la evaluación de un candidato debe basarse en las prioridades y medidas que proponga, en su evaluación de la situación de los colectivos que la integran y las propuestas que dirijan a cada uno de ellos.

Ese aspecto, el de las prioridades y las medidas, es en el que debemos ser exigentes los electores para que no nos vendan palabras vacías, lugares comunes de calidad o excelencia, justa remuneración, igualdad de género o participación sin concreciones. Escuchar a todos los colectivos, evaluar en términos económicos sus reivindicaciones, planificar en el medio y largo plazo y priorizar, eso es lo que dará la talla del candidato.

Las prioridades son a la mente lo que la ilusión al corazón y, por eso, no basta (lo que no sería poco) con un programa claro de actuaciones, es preciso ilusionar a los votantes. Más allá de pasteleos de algún profesor interesado en saber qué hay de lo suyo más que en el consabido fair play, hemos de reconocer que nuestra universidad ha salido muy tocada de la crisis, falta de estímulos y de proyectos, paralizada por una burocratización galopante y una absoluta falta de prioridades en el gasto y prueba de ello es la escasa participación de muchos colectivos en la vida de nuestra universidad.

Las elecciones deberían ser el detonante de una nueva forma de gobierno, lejos del clientelismo de canonjías y delegaciones del rector, capaz de darle otro ritmo a la institución y animar a todos los colectivos. Ilusión y ganas de cambio, esperanza, confianza en que podemos hacer las cosas mejor sin que sea imprescindible un presupuesto más abultado que solo depende tangencialmente de nosotros, ese, que no otro, debería ser el efecto de la campaña de los rectorables sobre los electores.