El cisma del independentismo catalán es una realidad irreversible e impredecible en su consecución. Tras haber tirado la toalla Carmen Forcadell y renunciado Artur Más a la presidencia de su partido e invitar a Carles Puigdemont a «pensar primero en el país» si no se le permite ser investido telemáticamente, también Oriol Junqueras ha dado un revés al exiliado expresident oponiéndose a su investidura por plasma y a que gobierne Cataluña desde el extranjero («los diputados deben asistir a los debates y votaciones del Pleno porque son insustituibles»). Incluso el exconseller de Interior Joaquim Forn ha sido rotundo al rechazar la vía unilateral y declarar en el Tribunal Supremo que «si mi partido continúa por la vía de la unilateralidad me bajaré del tren».

Pero aun hay más. Jordi Cuixart —presidente de Omnium Cultural— sorprendió a propios y extraños al testificar en el Supremo que Cataluña sólo podrá aspirar a una independencia si lo hacía respetando la Constitución, que la declaración de independencia del 27-O fue simbólica y que no reconocía ningún referéndum válido más que aquél que convoque el Gobierno de España. Por su parte Jordi Sánchez —el otro Jordi y líder de la ANC— no se quedó atrás y declaró ante el juez su compromiso de renunciar a su escaño si su partido perseverase en la vía unilateral como camino hacia la independencia.

Es como si la cárcel —o el miedo a pisarla— hubiera provocado un ataque de españolidad en quienes hasta ahora se sentían impunes a las consecuencias de actuar contra una ley que, hoy por hoy, tienen la obligación de cumplir a no ser que Cataluña consiga legalmente la independencia.

Ante esta marcha atrás en sus convicciones, se impone dudar si la apostasía de los Jordis y de tantos otros es una conversión real, un plan B previamente concebido, o tan sólo la táctica de unos desesperados dispuestos a decir lo que sea con tal de salir de la cárcel. No obstante, e independientemente de cuáles sean sus motivaciones, tanto los Jordis como el resto de independentistas que están dejando a Puigdemont en la estacada, han puesto al descubierto que las promesas del procés han sido un error del que, seamos objetivos, no sólo son responsables sus adalides, sino también la falta de capacidad negociadora del gobierno español y su incomprensión ante el independentismo catalán al no ver una realidad que hace ya años auguraba un serio conflicto. Gran culpa de la grave situación en la que está sumida Cataluña es de Mariano Rajoy y de su ineptitud al no facilitar la celebración de un referéndum cuando hace un año, por ejemplo, todas las encuestas vaticinaban que el independentismo perdería por goleada.

No dudo que los ideólogos del esperpento independentista (esperpento en las formas, que no en el derecho de Cataluña a ser una república, siempre por una vía legal) sean en su mayoría gente de buena fe que han actuados alentados por una ilusión, pero no comparto que hayan sumido a más de dos millones de personas en el delirio de una realidad paralela, fraccionando en dos a la sociedad catalana a golpe de mentiras, ilegalidades y dobles juegos.