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Obra de los marcianos

Gracias a la radio del taxi, el conductor y yo nos enteramos de las últimas incidencias del juicio de la Gürtel, también de las corrupciones del Palau y de un partido que se llamó Convergencia, mutado sucesivamente en Junts pel Cat y Junts pel si. El locutor explica que estos millones se fueron por aquí, estos otros por allá, y aquellos por acullá. Enumera asimismo los procesos que afectan a Rodrigo Rato y a un número indeterminado de políticos, pero que en todo caso pasan de cien o de doscientos, la mayoría de ellos del partido que nos gobierna o que nos desgobierna: hemos perdido completamente el juicio y confundimos la construcción con la deconstrucción. Lo curioso es que ni el taxista ni yo hacemos comentario alguno, como si hablaran de un país extranjero o como si fueran completamente normales las atrocidades que escupe el aparato. Se lo digo: -¿No le parece raro que no comentemos el asunto?

-Para mí -dice- es como si oyera llover. Se acostumbra uno a todo.

Significa que nos hemos hecho ya a la corrupción. Quizá es lo que perseguían los corruptos: que no nos doliera nada, que no nos extrañara nada, que actuáramos con la frialdad del taxímetro, que carece de sentimientos.

-¿Sabe lo que he oído esta noche en la radio? -dice el taxista.

-Ni idea -digo yo.

-Pues que los seres humanos somos el resultado de un experimento de los extraterrestres. Vinieron en la Prehistoria, cogieron a un mono y lo modificaron genéticamente para que pudiera pensar, a ver qué ocurría. Y esto es lo que ocurrió.

-No tenía ni idea.

-Pues parece que hay evidencias científicas. ¿Por qué, si no, íbamos a ser distintos del resto de los animales?

Como carezco de una explicación alternativa, asiento con la cabeza. Después de todo, es más consolador pensar que somos marcianos que españoles: eso lo justificaría todo, o casi todo. En la radio, hablan ahora de Ricardo Costa y de Alejandro Agag. Definitivamente, pienso, alguien tuvo que hacernos algo en la cabeza para llegar a esta situación.

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