En Reino Unido, de pronto, como del rayo, han acordado que la soledad es un asunto de Estado. La cuestión es, seguro, prolongable a todo eso que llamamos «mundo civilizado», pero los británicos han sido los primeros en crear una Secretaría de Estado para luchar contra lo que ya tiene tintes de epidemia. La primera ministra, Theresa May, ha dicho que «la soledad es la triste realidad de la vida moderna», y ha empezado a poner medios para intentar atajarla.

Decía el olvidado poeta Pedro Garfias que «la soledad que uno busca/ no se llama soledad./ Soledad es el vacío/ que a uno le hacen los demás». Estos versos quedan muy bien para cantarlos por soleá, que es palo amargo y ancho que duele más allá de la garganta y del pecho, como su propio nombre indica, pero a lo que se refiere el muy querido poeta es, más bien, al abandono. Y es a eso, también, a lo que se refieren los británicos, a ese abandono al que nuestra sociedad de la prisa y el consumo nos va llevando y del que pocos nos libraremos, la soledad del no tener quien te diga «buenos días» y te acompañe un rato las horas. La otra, la soledad intrínseca a nuestra condición humana, es insalvable. Como dice Juan Carlos Aragón en un pasodoble de carnaval, «Ay, mi soledad,/ a nadie nunca como a ti le he sido fiel».

Todo hombre es, en todo momento, el hombre más solo del mundo y debemos asumirlo, porque lo único que acompaña al ser humano a lo largo de toda su vida es la soledad. Lo demás son espejismos, efecto placebo. El amor o la amistad son sentimientos acogedores, pero nunca cobijan absolutamente y a la menor brisa descubrimos horrorizados la crudeza de la intemperie. Durante algún tiempo sirven, generalmente en épocas cálidas, en los días templados. Como el verano, dan una falsa sensación de calor eterno, pero lamentablemente se disipa veloz con los primeros fríos.

En las decisiones importantes, en los momentos de crisis, en la angustia y la desesperación, sólo hay soledad; completa, rotunda, absoluta soledad. Para las ocasiones trascendentales estamos solos. No es únicamente cuestión del primer aliento y del último suspiro, que también, sino de esos suspiros intermedios que nos resultan casi tan trabajosos de dar como el último. «Muchos tragos es la vida/ y un solo trago es la muerte», dice Miguel Hernández, que de soledad supo bastante. Esos muchos tragos se dan siempre en soledad y, quizás por ello, acarrean unas altas dosis de tristeza, en igual medida en que nos colocan en nuestra justa medida, en nuestro exacto lugar y valor.