Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Matías Vallés

Presidentes Sánchez, Iglesias y Rivera

Donald Trump y Emmanuel Macron han ascendido a las dos jefaturas del Estado más reputadas del planeta de modo fulgurante y sin haberse presentado jamás a unas elecciones, ni siquiera en el ámbito doméstico. Su irrupción desbarata el programa íntegro de Ciencias Políticas, en cuanto que una de las características esenciales de una ciencia es la predictibilidad.

Además, Macron y Trump funcionan al margen de los partidos, que se consideraban esenciales para la representación política. El francés ha creado su propia formación desde cero, el americano ni se ha molestado porque confía en el combustible inagotable de su ego. En estos casos, los politólogos resuelven su estupefacción con la acusación de populismo. El presidente de Francia es un populista de centro según Alain Minc, su colega estadounidense es un populista lunático según los psiquiatras a distancia.

Con Estados Unidos y Francia como ejemplos, cuesta refugiarse en la casualidad y procede explorar un cambio de paradigma. No basta con plantearse si un candidato inesperado puede alcanzar las magistraturas máximas sin el viacrucis por los escalones inferiores, hay que examinar un futuro en que será imprescindible que el aspirante en condiciones no esté contaminado por una carrera eterna en los pasillos del poder. La experiencia va en detrimento de los nuevos gobernantes.

Nadie puede asegurar que una tendencia vaya a perpetuarse, según demuestran precisamente los ejemplos de Trump y Macron. Sin embargo, el auge de los candidatos sin marcar obsesiona en especial a los fondos de inversión. El gigantesco Bridgewater de Ray Dalio, que tutela 140 mil millones de euros, ha calculado que el voto captado por políticos populistas ha saltado en todo el mundo del siete por ciento en 2010 al 35 por ciento en 2017. Si la política fuera una ciencia, y por tanto repetitiva, cabría recordar que no se había registrado un impulso semejante desde los años treinta. Un triste precedente, suerte que la Historia tampoco se repite aunque rime, según Mark Twain.

La regla de la ausencia de reglas políticas está a punto de arraigar en España. El PP se ha degradado súbitamente de orgulloso planeta a satélite de Ciudadanos. De este modo, la ruleta de los sondeos ya ha conseguido que Pablo Iglesias, Pedro Sánchez y Albert Rivera sean fugaces y virtuales presidentes del Gobierno en solo tres años. El líder de Podemos alcanzó esta consideración tras su inesperada aparición en las europeas y la consolidación en las municipales. El secretario general del PSOE se alzó amenazador después de su resurrección, aunque con posterioridad haya desarrollado una tarea ejemplar para arruinar su crédito. Hoy mismo, Rivera preside el ejecutivo de ficción, aunque los votantes naranja preferirían a Arrimadas. Y no cabe descartar alegremente la hipótesis de un Trump o un Macron.

Sería fácil incluir a Rajoy entre los presidentes virtuales. Investido con votos prestados y prácticamente desaparecido, apenas si ejecuta las órdenes que recibe de Bruselas. A cambio, dispone en La Moncloa de un parapeto contra las salpicaduras de la omnipresente corrupción del PP. Al asomarse al balcón, el jefe del ejecutivo ha de soportar el estruendo del todo Madrid coreando a Ciudadanos. La unanimidad no solo está provocada por los incesantes escándalos de los populares. Hay componentes de moda, de gregarismo y de exageración de los datos estadísticos para coronar la meta de la profecía autocumplida. El partido antes hegemónico de la derecha reúne todos los datos para un hundimiento espectacular, pero no se ha alcanzado el punto crítico sin retorno, el famoso síndrome de UCD equivalente al síndrome de China nuclear.

¿No es siempre una sorpresa el ganador de las elecciones? No. La efervescencia de la campaña electoral, durante la cual todo candidato tiene derecho a proclamarse ganador, hurta la evidencia de que la sustitución al frente del Gobierno está marcada por una sospechosa continuidad. Felipe González era un presidente anunciado desde 1977, pero solo llegó a La Moncloa en 1982, a la tercera y tras un golpe de Estado. Su sucesor Aznar requiere otras tres convocatorias y la palanca de la corrupción, pero se veía venir. De hecho, la serie de González, Aznar, Zapatero y Rajoy demuestra que La Moncloa se presenta por tradición como el desenlace de una carrera de fondo. La aceleración de la actualidad provoca que las elecciones se decidan ahora al sprint.

Compartir el artículo

stats