Celebraba ayer València la fiesta de su primer patrón San Vicente Mártir del que sin duda todo devoto valenciano es sabedor de sus principales datos biográficos; si bien, todavía la historia mantiene guardado muchos en secreto tan difíciles de sacar a la luz como sus propios restos. No obstante lo que es seguro, según escribe Sanchis Guarner en su Historia de la Ciudad de València, es que nuestra ciudad en tiempos de San Vicente (a. 304) estaba poco evangelizada; y que desde Zaragoza, donde residía atendiendo como diácono a su obispo Valero, habiendo decretado Roma una persecución a los cristianos, el prefecto romano en España, Daciano, envió a València al diácono y a su obispo con el propósito, según Sanchis Sivera en su libro Estudios históricos de la Diócesis de Valencia, de que «las penalidades y malos tratos del camino hicieran flaquear la firmeza de su fe, lo que no consiguió». Aunque para el cronista valenciano Gaspar Escolano, en su Historia del Reino de Valencia, la razón fue otra. Que sus padres Eutiquio y Enola que residían en Huesca, porque el padre era allí el cónsul romano, eran oriundos de nuestra ciudad y aquí vivían familiares que podían influir y presionarle para que renegase de la fe.

Pero de lo que no hay duda es, que mientras al obispo Valero se le perdonaba la vida por su avanzada edad y porque estaba entroncado con la noble familia romana Valeria, a su diácono Vicente se le aplicaron los más horrorosos tormentos. Como garfios de hierro, potro para descoyuntarle los huesos, lecho incandescente para abrasarlo; para, finalmente, arrojar su cuerpo a una mazmorra alfombrada con casquetes de vidrio. Y todo esto, sufrido heroicamente por el joven Vicente, fue recogido en unas actas o «Passio» que cada año se leían el día de su fiesta en todas las iglesias de la cristiandad.

Pero, además, San Agustín le dedicó sermones. Los papas San León y San Gregorio lo celebraron en sus panegíricos. San Isidoro de Sevilla y San Bernardo en sus escritos. Prudencio le dedicó el V himno de su Peristephanon, y el poeta italiano San Fortunato le cantó que, así como Roma fue consagrada por la sangre de los apóstoles Pedro y Pablo, África con la de San Cipriano y Sicilia con la de San Quirino, España lo fue con la del valeroso diácono Vicente. Con el resultado de que en todos los lugares del mundo de entonces empezaron a levantarse templos y catedrales dedicados a su veneración; lo que redundó en que se convirtiera en el primer acontecimiento histórico que dio a conocer el nombre de València al mundo. Si bien en nuestra ciudad solo se edificó una pequeña ermita, San Vicente de la Roqueta, que siglos más tarde el rey Jaime I, gran devoto del joven mártir porque bajo su protección entendió había conquistado València a los musulmanes, mandó ampliar esta ermita convirtiéndose en Basílica y levantando junto a ella un monasterio y un hospital para atender a pobres y enfermos.

Extraordinario devoto también del santo fue el Patriarca y arzobispo valenciano San Juan de Ribera. De modo que, al erigir su Real Capilla de Corpus Christi, mandó al pintor Bartolomé Matarana representara este martirio a gran tamaño en uno de los dos muros del crucero de la iglesia; mientras que para su capilla de reliquias conseguía en 1600, que la duquesa de Gandía, doña Juana de Velasco, le hiciera donación de un dedo de la mano del mártir que ella poseía en su oratorio privado, regalo del Archiduque de Austria, Alfonso de Cárdenas, en Milán. Y aún no suficientemente satisfecho Juan de Ribera, para la popular devoción y homenaje a San Vicente, con el título de «estación al santo», le dispuso el ceremonial que cada año se celebra tal día como ayer en su Real Capilla.